Juan 12, 20-33
Entre los que habían llegado a Jerusalén para dar culto a
Dios con ocasión de la fiesta, se encontraban algunos griegos. Estos se
acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le dijeron:
— Señor, quisiéramos ver a Jesús.
Felipe se lo dijo a Andrés, y los dos juntos se lo
notificaron a Jesús. Jesús les dijo:
— Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser
glorificado. Os aseguro que si un grano de trigo no cae en tierra y muere,
seguirá siendo un único grano. Pero si muere, producirá fruto abundante. Quien
vive preocupado solamente por su vida, terminará por perderla; en cambio, quien
no se apegue a ella en este mundo, la conservará para la vida eterna. Si
alguien quiere servirme, que me siga. Correrá la misma suerte que yo. Y todo el
que me sirva será honrado por mi Padre.
Jesús habla de su muerte
Me encuentro ahora profundamente turbado; pero ¿acaso
pediré al Padre que me libre de este trance? ¡Si precisamente he venido para
vivir esta hora! Padre, glorifica tu nombre.
Entonces se oyó una voz venida del cielo:
— Ya lo he glorificado y volveré a glorificarlo.
De la multitud que estaba allí presente y que oyó la voz,
unos pensaban que había sido un trueno, y otros, que le había hablado un ángel.
Jesús aclaró:
— Esa voz no hablaba para mí, sino para que la oyerais
vosotros. Es ahora cuando este mundo va a ser condenado; es ahora cuando el que
tiraniza a este mundo va a ser vencido. Y cuando yo haya sido elevado sobre la
tierra, atraeré a todos hacia mí.
Con esta afirmación, Jesús quiso dar a entender la forma de
muerte que le esperaba.
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José Antonio Pagola
Nuestra vida discurre, por lo general, de manera bastante
superficial. Pocas veces nos atrevemos a adentrarnos en nosotros mismos. Nos
produce una especie de vértigo asomarnos a nuestra interioridad. ¿Quién es ese
ser extraño que descubro dentro de mí, lleno de miedos e interrogantes,
hambriento de felicidad y harto de problemas, siempre en búsqueda y siempre
insatisfecho?
¿Qué postura adoptar al contemplar en nosotros esa mezcla
extraña de nobleza y miseria, de grandeza y pequeñez, de finitud e infinitud?
Entendemos el desconcierto de san Agustín, que, cuestionado por la muerte de su
mejor amigo, se detiene a reflexionar sobre su vida: «Me he convertido en un
gran enigma para mí mismo».
Hay una primera postura posible. Se llama resignación, y
consiste en contentarnos con lo que somos. Instalarnos en nuestra pequeña vida
de cada día y aceptar nuestra finitud. Naturalmente, para ello hemos de acallar
cualquier rumor de trascendencia. Cerrar los ojos a toda señal que nos invite a
mirar hacia el infinito. Permanecer sordos a toda llamada proveniente del
Misterio.
Hay otra actitud posible ante la encrucijada de la vida. La
confianza absoluta. Aceptar en nuestra vida la presencia salvadora del
Misterio. Abrirnos a ella desde lo más hondo de nuestro ser. Acoger a Dios como
raíz y destino de nuestro ser. Creer en la salvación que se nos ofrece.
Solo desde esa confianza plena en Dios Salvador se entienden
esas desconcertantes palabras de Jesús: «Quien vive preocupado por su vida
la perderá; en cambio, quien no se aferre excesivamente a ella la conservará
para la vida eterna». Lo decisivo es abrirnos confiadamente al Misterio de
un Dios que es Amor y Bondad insondables. Reconocer y aceptar que somos seres
«gravitando en torno a Dios, nuestro Padre. Como decía Paul Tillich, «aceptar
ser aceptados por él».
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