29/6/20

APRENDER DE LOS SENCILLOS


Mateo 11,25-30     (14_Tiempo ordinario -A )

En aquel tiempo, exclamó Jesús: «Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera.»
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José Antonio Pagola

Jesús no tuvo problemas con las gentes sencillas del pueblo. Sabía que le entendían. Lo que le preocupaba era si algún día llegarían a captar su mensaje los líderes religiosos, los especialistas de la ley, los grandes maestros de Israel. Cada día era más evidente: lo que al pueblo sencillo le llenaba de alegría, a ellos los dejaba indiferentes.
Aquellos campesinos que vivían defendiéndose del hambre y de los grandes terratenientes le entendían muy bien: Dios los quería ver felices, sin hambre ni opresores. Los enfermos se fiaban de él y, animados por su fe, volvían a creer en el Dios de la vida. Las mujeres que se atrevían a salir de su casa para escucharle intuían que Dios tenía que amar como decía Jesús: con entrañas de madre. La gente sencilla del pueblo sintonizaba con él. El Dios que les anunciaba era el que anhelaban y necesitaban.
La actitud de los «entendidos» era diferente. Caifás y los sacerdotes de Jerusalén lo veían como un peligro. Los maestros de la ley no entendían que se preocupara tanto del sufrimiento de la gente y se olvidara de las exigencias de la religión. Por eso, entre los seguidores más cercanos de Jesús no hubo sacerdotes, escribas o maestros de la ley.
Un día, Jesús descubrió a todos lo que sentía en su corazón. Lleno de alegría le rezó así a Dios: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla».
Siempre es igual. La mirada de la gente sencilla es, de ordinario, más limpia. No hay en su corazón tanto interés torcido. Van a lo esencial. Saben lo que es sufrir, sentirse mal y vivir sin seguridad. Son los primeros que entienden el evangelio.
Esta gente sencilla es lo mejor que tenemos en la Iglesia. De ellos tenemos que aprender obispos, teólogos, moralistas y entendidos en religión. A ellos les descubre Dios algo que a nosotros se nos escapa. Los eclesiásticos tenemos el riesgo de racionalizar, teorizar y «complicar» demasiado la fe. Solo dos preguntas: ¿por qué hay tanta distancia entre nuestra palabra y la vida de la gente? ¿Por qué nuestro mensaje resulta casi siempre más oscuro y complicado que el de Jesús?





23/6/20

DISPUESTOS A SUFRIR


Mateo 10,37-42        (13_Domingo T.O. - A-)

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí; y el que no coge su cruz y me sigue no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará. El que os recibe a vosotros me recibe a mí, y el que me recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo tendrá paga de justo. El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pobrecillos, sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro.»

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(Mateo 10,37-42)
28 de junio 2020
José Antonio Pagola

Jesús no quería ver sufrir a nadie. El sufrimiento es malo. Jesús nunca lo buscó ni para sí mismo ni para los demás. Al contrario, toda su vida consistió en luchar contra el sufrimiento y el mal, que tanto daño hacen a las personas.
Las fuentes lo presentan siempre combatiendo el sufrimiento que se esconde en la enfermedad, las injusticias, la soledad, la desesperanza o la culpabilidad. Así fue Jesús: un hombre dedicado a eliminar el sufrimiento, suprimiendo injusticias y contagiando fuerza para vivir.
Pero buscar el bien y la felicidad para todos trae muchos problemas. Jesús lo sabía por experiencia. No se puede estar con los que sufren y buscar el bien de los últimos sin provocar el rechazo y la hostilidad de aquellos a los que no interesa cambio alguno. Es imposible estar con los crucificados y no verse un día «crucificado».
Jesús no lo ocultó nunca a sus seguidores. Empleó en varias ocasiones una metáfora inquietante que Mateo ha resumido así: «El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí». No podía haber elegido un lenguaje más gráfico. Todos conocían la imagen terrible del condenado que, desnudo e indefenso, era obligado a llevar sobre sus espaldas el madero horizontal de la cruz hasta el lugar de la ejecución, donde esperaba el madero vertical fijado en tierra.
«Llevar la cruz» era parte del ritual de la crucifixión. Su objetivo era que el condenado apareciera ante la sociedad como culpable, un hombre indigno de seguir viviendo entre los suyos. Todos descansarían viéndolo muerto.
Los discípulos trataban de entenderle. Jesús les venía a decir más o menos lo siguiente: «Si me seguís, tenéis que estar dispuestos a ser rechazados. Os pasará lo mismo que a mí. A los ojos de muchos pareceréis culpables. Os condenarán. Buscarán que no molestéis. Tendréis que llevar vuestra cruz. Entonces os pareceréis más a mí. Seréis dignos seguidores míos. Compartiréis la suerte de los crucificados. Con ellos entraréis un día en el reino de Dios».
Llevar la cruz no es buscar «cruces», sino aceptar la «crucifixión» que nos llegará si seguimos los pasos de Jesús. Así de claro.





16/6/20

SEGUIR A JESÚS SIN MIEDO


Mateo 10,26-33

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: «No tengáis miedo a los hombres, porque nada hay cubierto que no llegue a descubrirse; nada hay escondido que no llegue a saberse. Lo que os digo de noche decidlo en pleno día, y lo que escuchéis al oído pregonadlo desde la azotea. No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No, temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo. ¿No se venden un par de gorriones por unos cuartos? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo; no hay comparación entre vosotros y los gorriones. Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre del cielo.»

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José Antonio Pagola

El recuerdo de la ejecución de Jesús estaba todavía muy reciente. Por las comunidades cristianas circulaban diversas versiones de su pasión. Todos sabían que era peligroso seguir a alguien que había terminado tan mal. Se recordaba una frase de Jesús: «El discípulo no está por encima de su maestro». Si a él le han llamado Belcebú, ¿qué no dirán de sus seguidores?
Jesús no quería que sus discípulos se hicieran falsas ilusiones. Nadie puede pretender seguirle de verdad sin compartir de alguna manera su suerte. En algún momento alguien nos rechazará, maltratará, insultará o condenará. ¿Qué hay que hacer?
La respuesta le sale a Jesús desde dentro: «No les tengáis miedo». El miedo es malo. No ha de paralizar nunca a sus discípulos. No han de callarse. No han de cesar de propagar su mensaje por ningún motivo.
Jesús les explica cómo han de situarse ante la persecución. Con él ha comenzado ya la revelación de la Buena Noticia de Dios. Deben confiar. Lo que todavía está «encubierto» y «escondido» a muchos, un día quedará patente: se conocerá el Misterio de Dios, su amor al ser humano y su proyecto de una vida más feliz para todos.
Los seguidores de Jesús están llamados a tomar parte desde ahora en ese proceso de revelación: «Lo que yo os digo de noche, decidlo en pleno día». Lo que les explica al anochecer, antes de retirarse a descansar, lo tienen que comunicar sin miedo «en pleno día». «Lo que yo os digo al oído, pregonadlo desde los tejados». Lo que les susurra al oído para que penetre bien en su corazón, lo tienen que hacer público.
Jesús insiste en que no tengan miedo. «Quien se pone de mi parte», nada ha de temer. El último juicio será para él una sorpresa gozosa. El juez será «mi Padre del cielo», el que os ama sin fin. El defensor seré yo mismo, que «me pondré de vuestra parte». ¿Quién puede infundirnos más esperanza en medio de las pruebas?
Jesús imaginaba a sus seguidores como un grupo de creyentes que saben «ponerse de su parte» sin miedo. ¿Por qué somos tan poco libres para abrir nuevos caminos más fieles a Jesús? ¿Por qué no nos atrevemos a plantear de manera sencilla, clara y concreta lo esencial del evangelio?




8/6/20

CADA DOMINGO


Juan 6, 51-58

En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.»
Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»
Entonces Jesús les dijo: «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre.»


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José Antonio Pagola

Para celebrar la eucaristía dominical no basta con seguir las normas prescritas o pronunciar las palabras obligadas. No basta tampoco cantar, santiguarnos o darnos la paz en el momento adecuado. Es muy fácil asistir a misa y no celebrar nada en el corazón; oír las lecturas correspondientes y no escuchar la voz de Dios; comulgar piadosamente sin comulgar con Cristo; darnos la paz sin reconciliarnos con nadie. ¿Cómo vivir la misa del domingo como una experiencia que renueve y fortalezca nuestra fe?
Para empezar, hemos de escuchar con atención y alegría la Palabra de Dios, y en concreto el evangelio de Jesús. Durante la semana hemos visto la televisión, hemos escuchado la radio y hemos leído la prensa. Vivimos aturdidos por toda clase de mensajes, voces, noticias, información y publicidad. Necesitamos escuchar otra voz diferente que nos cure por dentro.
Es un respiro escuchar las palabras directas y sencillas de Jesús. Traen verdad a nuestra vida. Nos liberan de engaños, miedos y egoísmos que nos hacen daño. Nos enseñan a vivir con más sencillez y dignidad, con más sentido y esperanza. Es una suerte hacer el recorrido de la vida guiados cada domingo por la luz del evangelio.
La plegaria eucarística constituye el momento central. No nos podemos distraer. «Levantamos el corazón» para dar gracias a Dios. Es bueno, es justo y necesario agradecer a Dios por la vida, por la creación entera y por el regalo que es Jesucristo. La vida no es solo trabajo, esfuerzo y agitación. Es también celebración, acción de gracias y alabanza a Dios. Es bueno reunirnos cada domingo para sentir la vida como regalo y dar gracias al Creador.
La comunión con Cristo es decisiva. Es el momento de acoger a Jesús en nuestra vida para experimentarlo en nosotros, identificarnos con él y dejarnos trabajar, consolar y fortalecer por su Espíritu. Todo esto no lo vivimos encerrados en nuestro pequeño mundo. Cantamos juntos el Padrenuestro sintiéndonos hermanos de todos. Le pedimos que a nadie le falte el pan ni el perdón. Nos damos la paz y la buscamos para todos.





1/6/20

ABRIRNOS AL MISTERIO DE DIOS


Juan 3,16-18     (Santísima Trinidad - A)    

Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
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José Antonio Pagola

A lo largo de los siglos, los teólogos han realizado un gran esfuerzo por acercarse al misterio de Dios formulando con diferentes construcciones conceptuales las relaciones que vinculan y diferencian a las Personas divinas en el seno de la Trinidad. Esfuerzo, sin duda, legítimo, nacido del amor y el deseo de Dios.
Jesús, sin embargo, no sigue ese camino. Desde su propia experiencia de Dios, invita a sus seguidores a relacionarse de manera confiada con Dios Padre, a seguir fielmente sus pasos de Hijo de Dios encarnado, y a dejarnos guiar y alentar por el Espíritu Santo. Nos enseña así a abrirnos al misterio santo de Dios.
Antes que nada, Jesús invita a sus seguidores a vivir como hijos e hijas de un Dios cercano, bueno y entrañable, al que todos podemos invocar como Padre querido. Lo que caracteriza a este Padre no es su poder y su fuerza, sino su bondad y su compasión infinitas. Nadie está solo. Todos tenemos un Dios Padre que nos comprende, nos quiere y nos perdona como nadie.
Jesús nos descubre que este Padre tiene un proyecto nacido de su corazón: construir con todos sus hijos e hijas un mundo más humano y fraterno, más justo y solidario. Jesús lo llama «reino de Dios», e invita a todos a entrar en ese proyecto del Padre buscando una vida más justa y digna para todos, empezando por sus hijos más pobres, indefensos y necesitados.
Al mismo tiempo, Jesús invita a sus seguidores a que confíen también en él: «No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios; creed también en mí». Él es el Hijo de Dios, imagen viva de su Padre. Sus palabras y sus gestos nos descubren cómo nos quiere el Padre de todos. Por eso invita a todos a seguirlo. Él nos enseñará a vivir con confianza y docilidad al servicio del proyecto del Padre.
Con su grupo de seguidores, Jesús quiere formar una familia nueva donde todos busquen «cumplir la voluntad del Padre». Esta es la herencia que quiere dejar en la tierra: un movimiento de hermanos y hermanas al servicio de los más pequeños y desvalidos. Esa familia será símbolo y germen del nuevo mundo querido por el Padre.
Para esto necesitan acoger al Espíritu que alienta el Padre y a su Hijo Jesús: «Vosotros recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y así seréis mis testigos». Este Espíritu es el amor de Dios, el aliento que comparten el Padre y su Hijo Jesús, la fuerza, el impulso y la energía vital que hará de los seguidores de Jesús sus testigos y colaboradores al servicio del gran proyecto de la Trinidad Santa.