28/6/21

SABIO Y CURADOR

 Marcos 6,1-6   (14 Tiempo ordinario – B)

Saliendo de allí se dirigió a su ciudad y lo seguían sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es este el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?». Y se escandalizaban a cuenta de él. Les decía: «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa». No pudo hacer allí ningún milagro, solo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se admiraba de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando.

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José Antonio Pagola

No tenía poder cultural como los escribas. No era un intelectual con estudios. Tampoco poseía el poder sagrado de los sacerdotes del templo. No era miembro de una familia honorable ni pertenecía a las élites urbanas de Séforis o Tiberíades. Jesús era un obrero de la construcción de una aldea desconocida de la Baja Galilea.

No había estudiado en ninguna escuela rabínica. No se dedicaba a explicar la ley. No le preocupaban las discusiones doctrinales. No se interesó nunca por los ritos del templo. La gente lo veía como un maestro que enseñaba a entender y vivir la vida de manera diferente.

Según Marcos, cuando Jesús llega a Nazaret acompañado por sus discípulos, sus vecinos quedan sorprendidos por dos cosas: la sabiduría de su corazón y la fuerza curadora de sus manos. Era lo que más atraía a la gente. Jesús no es un pensador que explica una doctrina, sino un sabio que comunica su experiencia de Dios y enseña a vivir bajo el signo del amor. No es un líder autoritario que impone su poder, sino un curador que sana la vida y alivia el sufrimiento.

Sin embargo, las gentes de Nazaret no lo aceptan. Neutralizan su presencia con toda clase de preguntas, sospechas y recelos. No se dejan enseñar por él ni se abren a su fuerza curadora. Jesús no logra acercarlos a Dios ni curar a todos, como hubiera deseado.

A Jesús no se le puede entender desde fuera. Hay que entrar en contacto con él. Dejar que nos enseñe cosas tan decisivas como la alegría de vivir, la compasión o la voluntad de crear un mundo más justo. Dejar que nos ayude a vivir en la presencia amistosa y cercana de Dios. Cuando uno se acerca a Jesús, no se siente atraído por una doctrina, sino invitado a vivir de manera nueva.

Por otra parte, para experimentar su fuerza salvadora es necesario dejarnos curar por él: recuperar poco a poco la libertad interior, liberarnos de miedos que nos paralizan, atrevernos a salir de la mediocridad. Jesús sigue hoy «imponiendo sus manos». Solo se curan quienes creen en él.



22/6/21

UNA «REVOLUCIÓN IGNORADA»

 Marcos 5,21-43      (13 Tiempo ordinario – B)


Jesús atravesó de nuevo en barca a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor y se quedó junto al mar. Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y, al verlo, se echó a sus pies, rogándole con insistencia: «Mi niña está en las últimas; ven, impón las manos sobre ella, para que se cure y viva». Se fue con él y lo seguía mucha gente que lo apretujaba. Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. Había sufrido mucho a manos de los médicos y se había gastado en eso toda su fortuna; pero, en vez de mejorar, se había puesto peor. Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando: «Con solo tocarle el manto curaré». Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo estaba curado. Jesús, notando que había salido fuerza de él, se volvió enseguida, en medio de la gente y preguntaba: «¿Quién me ha tocado el manto?». Los discípulos le contestaban: «Ves cómo te apretuja la gente y preguntas: “¿Quién me ha tocado?”». Él seguía mirando alrededor, para ver a la que había hecho esto. La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que le había ocurrido, se le echó a los pies y le confesó toda la verdad. Él le dice: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu enfermedad». Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle: «Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?». Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: «No temas; basta que tengas fe». No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegan a casa del jefe de la sinagoga y encuentra el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos y después de entrar les dijo: «¿Qué estrépito y qué lloros son estos? La niña no está muerta; está dormida». Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos y, con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes, entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo: Talitha qumi (que significa: «Contigo hablo, niña, levántate»). La niña se levantó inmediatamente y echó a andar; tenía doce años. Y quedaron fuera de sí llenos de estupor. Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña.

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José Antonio Pagola


Jesús adoptó ante las mujeres una actitud tan sorprendente que desconcertó incluso a sus mismos discípulos. En aquella sociedad judía, dominada por los varones, no era fácil entender la nueva postura de Jesús, acogiendo sin discriminaciones a hombres y mujeres en su comunidad de seguidores. Si algo se desprende con claridad de su actuación es que, para él, hombres y mujeres tienen igual dignidad personal, sin que la mujer tenga que ser objeto del dominio del varón.

Sin embargo, los cristianos no hemos sido todavía capaces de extraer todas las consecuencias que se siguen de la actitud de nuestro Maestro. El teólogo francés René Laurentin ha llegado a decir que se trata de «una revolución ignorada» por la Iglesia.

Por lo general, los varones seguimos sospechando de todo movimiento feminista, y reaccionamos secretamente contra cualquier planteamiento que pueda poner en peligro nuestra situación privilegiada sobre la mujer.

En una Iglesia dirigida por varones no hemos sido capaces de descubrir todo el pecado que se encierra en el dominio que los hombres ejercemos, de muchas maneras, sobre las mujeres. Y lo cierto es que no se escuchan desde la jerarquía voces que, en nombre de Cristo, urjan a los varones a una profunda conversión.

Los seguidores de Jesús hemos de tomar conciencia de que el actual dominio de los varones sobre las mujeres no es «algo natural», sino un comportamiento profundamente viciado por el egoísmo y la imposición injusta de nuestro poder machista.

¿Es posible superar este dominio masculino? La revolución urgida por Jesús no se llevará a cabo despertando la agresividad mutua y promoviendo entre los sexos una guerra. Jesús llama a una conversión que nos haga vivir de otra manera las relaciones que nos unen a hombres y mujeres.

Las diferencias entre los sexos, además de su función en el origen de una nueva vida, han de ser encaminadas hacia la cooperación, el apoyo y el crecimiento mutuos. Y, para ello, los varones hemos de escuchar con mucha más lucidez y sinceridad la interpelación de aquel de quien, según el relato evangélico, «salió fuerza» para curar a la mujer.



15/6/21

CONFIAR

 Marcos 4,35-41     (12 Tiempo ordinario - B)

Aquel día, al atardecer, les dice Jesús: «Vamos a la otra orilla». Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó una fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba en la popa, dormido sobre un cabezal. Lo despertaron, diciéndole: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?». Se puso en pie, increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio, enmudece!». El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Se llenaron de miedo y se decían unos a otros: «¿Pero quién es este? ¡Hasta el viento y el mar lo obedecen!».

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José Antonio Pagola

Apenas se oye hablar hoy de la «providencia de Dios». Es un lenguaje que ha ido cayendo en desuso o que se ha convertido en una forma piadosa de considerar ciertos acontecimientos. Sin embargo, creer en el amor providente de Dios es un rasgo básico del cristiano.

Todo brota de una convicción radical. Dios no abandona ni se desentiende de aquellos a quienes crea, sino que sostiene su vida con amor fiel, vigilante y creador. No estamos a merced del azar, el caos o la fatalidad. En el interior de la realidad está Dios, conduciendo nuestro ser hacia el bien.

Esta fe no libera de penas y trabajos, pero arraiga al creyente en una confianza total en Dios, que expulsa el miedo a caer definitivamente bajo las fuerzas del mal. Dios es el Señor último de nuestras vidas. De ahí la invitación de la primera carta de san Pedro: «Descargad en Dios todo agobio, que a él le interesa vuestro bien» (1 Pedro 5,7).

Esto no quiere decir que Dios «intervenga» en nuestra vida como intervienen otras personas o factores. La fe en la Providencia ha caído a veces en descrédito precisamente porque se la ha entendido en sentido intervencionista, como si Dios se entrometiera en nuestras cosas, forzando los acontecimientos o eliminando la libertad humana. No es así. Dios respeta totalmente las decisiones de las personas y la marcha de la historia.

Por eso no se debe decir propiamente que Dios «guía» nuestra vida, sino que ofrece su gracia y su fuerza para que nosotros la orientemos y guiemos hacia nuestro bien. Así, la presencia providente de Dios no lleva a la pasividad o la inhibición, sino a la iniciativa y la creatividad.

No hemos de olvidar por otra parte que, si bien podemos captar signos del amor providente de Dios en experiencias concretas de nuestra vida, su acción permanece siempre inescrutable. Lo que a nosotros hoy nos parece malo puede ser mañana fuente de bien. Nosotros somos incapaces de abarcar la totalidad de nuestra existencia; se nos escapa el sentido final de las cosas; no podemos comprender los acontecimientos en sus últimas consecuencias. Todo queda bajo el signo del amor de Dios, que no olvida a ninguna de sus criaturas.

Desde esta perspectiva adquiere toda su hondura la escena del lago de Tiberíades. En medio de la tormenta, los discípulos ven a Jesús dormido confiadamente en la barca. De su corazón lleno de miedo brota un grito: «Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?». Jesús, después de contagiar su propia calma al mar y al viento, les dice: «¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?».



7/6/21

NO TODO ES TRABAJAR

 Marcos 4,26-34   (11 Tiempo ordinario – B)

Y decía: «El reino de Dios se parece a un hombre que echa semilla en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo fruto sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega». Dijo también: «¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después de sembrada crece, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros del cielo pueden anidar a su sombra». Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado. 

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José Antonio Pagola


Pocas parábolas pueden provocar mayor rechazo en nuestra cultura del rendimiento, la productividad y la eficacia que esta pequeña parábola en la que Jesús compara el reino de Dios con ese misterioso crecimiento de la semilla, que se produce sin la intervención del sembrador.

Esta parábola, tan olvidada hoy, resalta el contraste entre la espera paciente del sembrador y el crecimiento irresistible de la semilla. Mientras el sembrador duerme, la semilla va germinando y creciendo «ella sola», sin la intervención del agricultor y «sin que él sepa cómo».

Acostumbrados a valorar casi exclusivamente la eficacia y el rendimiento, hemos olvidado que el evangelio habla de fecundidad, no de esfuerzo, pues Jesús entiende que la ley fundamental del crecimiento humano no es el trabajo, sino la acogida de la vida que vamos recibiendo de Dios.

La sociedad actual nos empuja con tal fuerza hacia el trabajo, la actividad y el rendimiento que ya no percibimos hasta qué punto nos empobrecemos cuando todo se reduce a trabajar y ser eficaces.

De hecho, la «lógica de la eficacia» está llevando al hombre contemporáneo a una existencia tensa y agobiada, a un deterioro creciente de sus relaciones con el mundo y las personas, a un vaciamiento interior y a ese «síndrome de inmanencia» (José María Rovira Belloso) donde Dios desaparece poco a poco del horizonte de la persona.

La vida no es solo trabajo y productividad, sino regalo de Dios que hemos de acoger y disfrutar con corazón agradecido. Para ser humana, la persona necesita aprender a estar en la vida no solo desde una actitud productiva, sino también contemplativa. La vida adquiere una dimensión nueva y más profunda cuando acertamos a vivir la experiencia del amor gratuito, creativo y dinamizador de Dios.

Necesitamos aprender a vivir más atentos a todo lo que hay de regalo en la existencia; despertar en nuestro interior el agradecimiento y la alabanza; liberarnos de la pesada «lógica de la eficacia» y abrir en nuestra vida espacios para lo gratuito.

Hemos de agradecer a tantas personas que alegran nuestra vida, y no pasar de largo por tantos paisajes hechos solo para ser contemplados. Saborea la vida como gracia el que se deja querer, el que se deja sorprender por lo bueno de cada día, el que se deja agraciar y bendecir por Dios.



2/6/21

HACER MEMORIA DE JESÚS

 Marcos 14,12-16.22-26  (Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo - B)

El primer día de la fiesta en que se comía el pan sin levadura y se sacrificaba el cordero de Pascua, los discípulos de Jesús le preguntaron:

–¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?

Entonces envió a dos de sus discípulos, diciéndoles:

–Id a la ciudad. Allí encontraréis a un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidle, y al amo de la casa donde entre le decís: ‘El Maestro pregunta: ¿Cuál es la sala donde he de comer con mis discípulos la cena de Pascua?’  Él os mostrará en el piso alto una habitación grande, dispuesta y arreglada. Preparad allí la cena para nosotros.

Los discípulos salieron y fueron a la ciudad. Lo encontraron todo como Jesús les había dicho, y prepararon la cena de Pascua.

 

Mientras cenaban, Jesús tomó en sus manos el pan, y habiendo dado gracias a Dios lo partió y se lo dio a ellos, diciendo:

–Tomad, esto es mi cuerpo.

Luego tomó en sus manos una copa, y habiendo dado gracias a Dios se la pasó a ellos, y todos bebieron.  Les dijo:

–Esto es mi sangre, con la que se confirma el pacto, la cual es derramada en favor de muchos. Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día en que beba vino nuevo en el reino de Dios.

 

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José Antonio Pagola


Jesús crea un clima especial en la cena de despedida que comparte con los suyos la víspera de su ejecución. Sabe que es la última. Ya no volverá a sentarse a la mesa con ellos hasta la fiesta final junto al Padre. Quiere dejar bien grabado en su recuerdo lo que ha sido siempre su vida: pasión por Dios y entrega total a todos.

Esa noche lo vive todo con tal intensidad que, al repartirles el pan y distribuirles el vino, les viene a decir estas palabras memorables: «Así soy yo. Os doy mi vida entera. Mirad: este pan es mi cuerpo roto por vosotros; este vino es mi sangre derramada por todos. No me olvidéis nunca. Haced esto en memoria mía. Recordadme así: totalmente entregado a vosotros. Esto alimentará vuestras vidas».

Para Jesús es el momento de la verdad. En esa cena se reafirma en su decisión de ir hasta el final en su fidelidad al proyecto de Dios. Seguirá siempre del lado de los débiles, morirá enfrentándose a quienes desean otra religión y otro Dios olvidado del sufrimiento de la gente. Dará su vida sin pensar en sí mismo. Confía en el Padre. Lo dejará todo en sus manos.

Celebrar la eucaristía es hacer memoria de este Jesús, grabando dentro de nosotros cómo vivió él hasta el final. Reafirmarnos en nuestra opción por vivir siguiendo sus pasos. Tomar en nuestras manos nuestra vida para intentar vivirla hasta las últimas consecuencias.

Celebrar la eucaristía es, sobre todo, decir como él: «Esta vida mía no la quiero guardar exclusivamente para mí. No la quiero acaparar solo para mi propio interés. Quiero pasar por esta tierra reproduciendo en mí algo de lo que él vivió. Sin encerrarme en mi egoísmo; contribuyendo desde mi entorno y mi pequeñez a hacer un mundo más humano».

Es fácil hacer de la eucaristía otra cosa muy distinta de lo que es. Basta con ir a misa a cumplir una obligación, olvidando lo que Jesús vivió en la última cena. Basta con comulgar pensando solo en nuestro bienestar interior. Basta con salir de la iglesia sin decidirnos nunca a vivir de manera más entregada.