25/4/22

¿ME AMAS?

 Juan 21,1-19               (3 Pascua – C)


Después de esto Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera: Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, apodado el Mellizo; Natanael, el de Caná de Galilea; los Zebedeos y otros dos discípulos suyos. Simón Pedro les dice: «Me voy a pescar». Ellos contestan: «Vamos también nosotros contigo». Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice: «Muchachos, ¿tenéis pescado?». Ellos contestaron: «No». Él les dice: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». La echaron, y no podían sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo a quien Jesús amaba le dice a Pedro: «Es el Señor». Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos doscientos codos, remolcando la red con los peces. Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice: «Traed de los peces que acabáis de coger». Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red. Jesús les dice: «Vamos, almorzad». Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos después de resucitar de entre los muertos. Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?». Él le contestó: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Jesús le dice: «Apacienta mis corderos». Por segunda vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Él le contesta: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Él le dice: «Pastorea mis ovejas». Por tercera vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?». Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez: «¿Me quieres?» y le contestó: «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero». Jesús le dice: «Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras». Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió: «Sígueme».

 

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José Antonio Pagola


Esta pregunta que el Resucitado dirige a Pedro nos recuerda a todos los que nos decimos creyentes que la vitalidad de la fe no es un asunto de comprensión intelectual, sino de amor a Jesucristo.

Es el amor lo que permite a Pedro entrar en una relación viva con Cristo resucitado y lo que nos puede introducir también a nosotros en el misterio cristiano. El que no ama apenas puede «entender» algo acerca de la fe cristiana.

No hemos de olvidar que el amor brota en nosotros cuando comenzamos a abrirnos a otra persona en una actitud de confianza y entrega que va siempre más allá de razones, pruebas y demostraciones. De alguna manera, amar es siempre «aventurarse» en el otro.

Así sucede también en la fe cristiana. Yo tengo razones que me invitan a creer en Jesucristo. Pero, si lo amo, no es en último término por los datos que me facilitan los investigadores ni por las explicaciones que me ofrecen los teólogos, sino porque él despierta en mí una confianza radical en su persona.

Pero hay algo más. Cuando queremos realmente a una persona concreta, pensamos en ella, la buscamos, la escuchamos, nos sentimos cerca. De alguna manera, toda nuestra vida queda tocada y transformada por ella, por su vida y su misterio.

La fe cristiana es «una experiencia de amor». Por eso, creer en Jesucristo es mucho más que «aceptar verdades» acerca de él. Creemos realmente cuando experimentamos que él se va convirtiendo en el centro de nuestro pensar, nuestro querer y todo nuestro vivir. Un teólogo tan poco sospechoso de frivolidades como Karl Rahner no duda en afirmar que solo podemos creer en Jesucristo «en el supuesto de que queramos amarlo y tengamos valor para abrazarlo».

Este amor a Jesús no reprime ni destruye nuestro amor a las personas. Al contrario, es justamente el que puede darle su verdadera hondura, liberándolo de la mediocridad y la mentira. Cuando se vive en comunión con Cristo es más fácil descubrir que eso que llamamos «amor» no es muchas veces sino el «egoísmo sensato y calculador» de quien sabe comportarse hábilmente, sin arriesgarse nunca a amar con generosidad total.

La experiencia del amor a Cristo puede darnos fuerzas para amar incluso sin esperar siempre alguna ganancia o para renunciar –al menos alguna vez– a pequeñas ventajas para servir mejor a quien nos necesita. Tal vez algo realmente nuevo se produciría en nuestras vidas si fuéramos capaces de escuchar con sinceridad la pregunta del Resucitado: «Tú, ¿me amas?».



18/4/22

BARRO ANIMADO POR EL ESPÍRITU

 Juan 20,19-31                      (2 Pascua – C)


Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros». Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!». Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto». Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.

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José Antonio Pagola

Juan ha cuidado mucho la escena en que Jesús va a confiar a sus discípulos su misión. Quiere dejar bien claro qué es lo esencial. Jesús está en el centro de la comunidad, llenando a todos de su paz y alegría. Pero a los discípulos les espera una misión. Jesús no los ha convocado solo para disfrutar de él, sino para hacerlo presente en el mundo.

Jesús los «envía». No les dice en concreto a quiénes han de ir, qué han de hacer o cómo han de actuar: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Su tarea es la misma de Jesús. No tienen otra: la que Jesús ha recibido del Padre. Tienen que ser en el mundo lo que ha sido él.

Ya han visto a quiénes se ha acercado, cómo ha tratado a los más desvalidos, cómo ha llevado adelante su proyecto de humanizar la vida, cómo ha sembrado gestos de liberación y de perdón. Las heridas de sus manos y su costado les recuerdan su entrega total. Jesús los envía ahora para que «reproduzcan» su presencia entre las gentes.

Pero sabe que sus discípulos son frágiles. Más de una vez ha quedado sorprendido de su «fe pequeña». Necesitan su propio Espíritu para cumplir su misión. Por eso se dispone a hacer con ellos un gesto muy especial. No les impone sus manos ni los bendice, como hacía con los enfermos y los pequeños: «Exhala su aliento sobre ellos y les dice: Recibid el Espíritu Santo».

El gesto de Jesús tiene una fuerza que no siempre sabemos captar. Según la tradición bíblica, Dios modeló a Adán con «barro»; luego sopló sobre él su «aliento de vida»; y aquel barro se convirtió en un «viviente». Eso es el ser humano: un poco de barro alentado por el Espíritu de Dios. Y eso será siempre la Iglesia: barro alentado por el Espíritu de Jesús.

Creyentes frágiles y de fe pequeña: cristianos de barro, teólogos de barro, sacerdotes y obispos de barro, comunidades de barro… Solo el Espíritu de Jesús nos convierte en Iglesia viva. Las zonas donde su Espíritu no es acogido quedan «muertas». Nos hacen daño a todos, pues nos impiden actualizar su presencia viva entre nosotros. Muchos no pueden captar en nosotros la paz, la alegría y la vida renovada por Cristo. No hemos de bautizar solo con agua, sino infundir el Espíritu de Jesús. No solo hemos de hablar de amor, sino amar a las personas como él.



11/4/22

EL NUEVO ROSTRO DE DIOS

 Juan 20,1-9          (Pascua de Resurrección – C)


El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.


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José Antonio Pagola


Ya no volvieron a ser los mismos. El encuentro con Jesús, lleno de vida después de su ejecución, transformó totalmente a sus discípulos. Lo empezaron a ver todo de manera nueva. Dios era el resucitador de Jesús. Pronto sacaron las consecuencias.

Dios es amigo de la vida. No había ahora ninguna duda. Lo que había dicho Jesús era verdad: «Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos». Los hombres podrán destruir la vida de mil maneras, pero, si Dios ha resucitado a Jesús, esto significa que solo quiere la vida para sus hijos. No estamos solos ni perdidos ante la muerte. Podemos contar con un Padre que, por encima de todo, incluso por encima de la muerte, nos quiere ver llenos de vida. En adelante solo hay una manera cristiana de vivir. Se resume así: poner vida donde otros ponen muerte.

Dios es de los pobres. Lo había dicho Jesús de muchas maneras, pero no era fácil creerle. Ahora es distinto. Si Dios ha resucitado a Jesús, quiere decir que es verdad: «Felices los pobres, porque tienen a Dios». La última palabra no la tiene Tiberio ni Pilato, la última decisión no es de Caifás ni de Anás. Dios es el último defensor de los que no interesan a nadie. Solo hay una manera de parecerse a él: defender a los pequeños e indefensos.

Dios resucita a los crucificados. Dios ha reaccionado frente a la injusticia criminal de quienes han crucificado a Jesús. Si lo ha resucitado es porque quiere introducir justicia por encima de tanto abuso y crueldad que se comete en el mundo. Dios no está del lado de los que crucifican, está con los crucificados. Solo hay una manera de imitarlo: estar siempre junto a los que sufren, luchar siempre contra los que hacen sufrir.

Dios secará nuestras lágrimas. Dios ha resucitado a Jesús. El rechazado por todos ha sido acogido por Dios. El despreciado ha sido glorificado. El muerto está más vivo que nunca. Ahora sabemos cómo es Dios. Un día él «enjugará todas nuestras lágrimas, y no habrá ya muerte, no habrá gritos ni fatigas. Todo eso habrá pasado».




5/4/22

MURIÓ COMO HABÍA VIVIDO

 Lucas 22,14—23,56           (Domingo de Ramos-C)


En aquel tiempo, los ancianos del pueblo, con los jefes de los sacerdotes y los escribas llevaron a Jesús a presencia de Pilato.
No encuentro ninguna culpa en este hombre
C. Y se pusieron a acusarlo diciendo
S. «Hemos encontrado que este anda amotinando a nuestra nación, y oponiéndose a que se paguen tributos
al César, y diciendo que él es el Mesías rey».
C. Pilatos le preguntó:
S. «¿Eres tú el rey de los judíos?».
C. El le responde:
+ «Tú lo dices».
C. Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la gente:
S. «No encuentro ninguna culpa en este hombre».
C. Toda la muchedumbre que había concurrido a este espectáculo, al ver las cosas que habían ocurrido, se volvía dándose golpes de pecho.
Todos sus conocidos y las mujeres que lo habían seguido desde Galilea se mantenían a distancia, viendo todo esto.
C. Pero ellos insitían con más fuerza, diciendo:
S. «Solivianta al pueblo enseñando por toda Judea, desde que comenzó en Galilea hasta llegar aquí».
C. Pilato, al oírlo, preguntó si el hombre era galileo; y, al enterarse de que era de la jurisdicción de Herodes,
que estaba precisamente en Jerusalén por aquellos días, se lo remitió.
Herodes, con sus soldados, lo trató con desprecio
C. Herodes, al vera a Jesús, se puso muy contento, pues hacía bastante tiempo que deseaba verlo, porque oía hablar de él y esperaba verle hacer algún milagro. Le hacía muchas preguntas con abundante verborrea; pero él no le contestó nada.
Estaban allí los sumos sacerdotes y los escribas acusándolo con ahínco.
Herodes, con sus soldados, lo trató con desprecio y, después de burlarse de él, poniéndole una vestidura blanca, se lo remitió a Pilato. Aquel mismo día se hicieron amigos entre sí Herodes y Pilato, porque antes estaban enemistados entre si.
Pilato entregó a Jesús a su voluntad
C. Pilato, después de convocar a los sumos sacerdotes, a los magistrados y al pueblo, les dijo:
S. «Me habéis traído a este hombre como agitador del pueblo; y resulta que yo lo he interrogado delante de vosotros y no he encontrado en este hombre ninguna de las culpas de que lo acusáis; pero tampoco Herodes, porque nos lo ha devuelto: ya veis que no ha hecho nada digno de muerte. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré».
C. Ellos vociferaron en masa:
S. «¡Quita de en medio a ese! Suéltanos a Barrabás».
C. Este había sido metido en la cárcel por una revuelta acaecida en la ciudad y un homicidio.
Pilato volvió a dirigirles la palabra queriendo soltar a Jesús, pero ellos seguían gritando:
S. «¡Crucifícalo, crucifícalo!».
C. Por tercera vez les dijo:
S. «Pues ¿qué mal ha hecho este? No he encontrado en él ninguna culpa que merezca la muerte. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré».
C. Pero ellos se le echaban encima, pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba creciendo su griterío.
Pilato entonces sentenció que se realizara lo que pedían: soltó al que le reclamaban (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su voluntad.
Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí.
C. Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le cargaron la cruz, para que la llevase detrás de Jesús.
Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se golpeaban el pecho y lanzaban lamentos por él.
Jesús se volvió hacia ellas y les dijo:
+ «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que vienen días en los que dirán: "Bienaventuradas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado". Entonces empezarán a decirles a los montes: "Caed sobre nosotros", y a las colinas: "Cubridnos"; porque, si esto hacen con el leño verde, ¿que harán con el seco?».
C. Conducían también a otros dos malhechores para ajusticiarlos con él.
Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen
C. Y cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda.
Jesús decía:
+ «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».
C. Hicieron lotes con sus ropas y los echaron a suerte.
Este es el rey de los judíos
C. El pueblo estaba mirando, pero los magistrados le hacían muecas diciendo:
S. «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido».
C. Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo:
S. «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo».
C. Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos».
Hoy estarás conmigo en el paraíso
C. Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo:
S. «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».
C. Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía:
S. «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada».
C. Y decía:
S. «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino».
C. Jesús le dijo:
+ «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».
Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu
C. Era ya como la hora sexta, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra, hasta la hora nona, porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo:
+ «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu».
C. Y, dicho esto, expiró.
Todos se arrodillan, y se hace una pausa
C. El centurión, al ver lo ocurrido, daba gloria a Dios diciendo:
S. «Realmente, este hombre era justo».

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 José Antonio Pagola

¿Cómo vivió Jesús sus últimas horas? ¿Cuál fue su actitud en el momento de la ejecución? Los evangelios no se detienen a analizar sus sentimientos. Sencillamente recuerdan que Jesús murió como había vivido. Lucas, por ejemplo, ha querido destacar la bondad de Jesús hasta el final, su cercanía a los que sufren y su capacidad de perdonar. Según su relato, Jesús murió amando.

En medio del gentío que observa el paso de los condenados camino de la cruz, unas mujeres se acercan a Jesús llorando. No pueden verlo sufrir así. Jesús «se vuelve hacia ellas» y las mira con la misma ternura con que las había mirado siempre: «No lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos». Así marcha Jesús hacia la cruz: pensando más en aquellas pobres madres que en su propio sufrimiento.

Faltan pocas horas para el final. Desde la cruz solo se escuchan los insultos de algunos y los gritos de dolor de los ajusticiados. De pronto, uno de ellos se dirige a Jesús: «Acuérdate de mí». Su respuesta es inmediata: «Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso». Siempre ha hecho lo mismo: quitar miedos, infundir confianza en Dios, contagiar esperanza. Así lo sigue haciendo hasta el final.

El momento de la crucifixión es inolvidable. Mientras los soldados lo van clavando en el madero, Jesús dice: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que están haciendo». Así es Jesús. Así ha vivido siempre: ofreciendo a los pecadores el perdón del Padre, sin que se lo merezcan. Según Lucas, Jesús muere pidiendo al Padre que siga bendiciendo a los que lo crucifican, que siga ofreciendo su amor, su perdón y su paz a todos, incluso a los que lo están matando.

No es extraño que Pablo de Tarso invite a los cristianos de Corinto a que descubran el misterio que se encierra en el Crucificado: «En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres». Así está Dios en la cruz: no acusándonos de nuestros pecados, sino ofreciéndonos su perdón.