Llovía. Tomé un libro. Lo abrí y leí:
«El padre teme a sus hijos. El hijo se juzga igual a su padre y no profesa a quienes le engendraron ni respeto ni temor. Lo que quiere es ser libre».
«El profesor tiene miedo de sus alumnos. Los alumnos cubren de insultos al profesor. Los jóvenes quieren ocupar inmediatamente el lugar de los mayores; los mayores para no parecer anticuados o despóticos, consienten en esta dimisión. Y para colmo, en nombre de la libertad y la igualdad, la emancipación de los sexos... ».
Buen retrato, pensaba yo, del desconcertante panorama de nuestra época, denunciado en pocas líneas y para siempre.
¡Enhorabuena por la franqueza y la valentía de su autor!
¿Su autor? Platón, que escribió esa página hace 2.350 años en «La República» (libro VIII).
Dejemos, pues, de lamentarnos y de repetir a porfía: «Jamás se ha visto semejante cosa». En ese terreno se ha visto todo.
Efebos o «hippies», con indumentaria de cargadores o atuendo de petimetres, siempre fue la misma juventud, ruidosa y rebelde, afanosa de pregonar con extravagancia las primicias de una personalidad que arde por afirmarse... Siempre fueron los mismos adolescentes que disipan sus años de primavera resoplando y retozando, temerosos de que la sociedad los subyugue y el roce de los días convierta a muchos de ellos en humildes bestias de carga...
Entonces, ¿no ha cambiado nada? Sí. El mundo que los rodea.
El mundo y su trabajo en cadena, el mundo y su bomba atómica, el mundo hipertrofiado, alienado por el progreso, el mundo falto de corazón, privado de amor. Un mundo al que la esperanza parece haber excomulgado.
Y si me propongo seguir hablando a esta juventud es porque creo en su primavera de fuego, porque creo que vale mil veces más soportar el choque de sus exigencias agresivas que veda encenagada en una quietud envilecedora.
Los que se molestan con todo, los que no hacen más que impedir, desanimar, protestar, murmuran indefectiblemente:
Os dirán que acabo de cumplir setenta años. No lo creáis. La verdad es que, desde hace cincuenta años, tengo veinte.
Cuando paso por delante de un cine donde se avisa: «No apto para menores de dieciocho años», apresuro la marcha, como sorprendido en una falta.
Desde hace cincuenta años, tengo veinte. Lo cual quiere decir que siempre he estado a vuestro lado. Tanto en la hora de los Pobres como en la batalla contra todas las lepras o en «un día de guerra para la Paz», ¿qué habría podido hacer yo sin vosotros? Y vosotros no me habéis fallado.
Un amigo filósofo y un poco poeta me contó esta historia:
Un transeúnte se detuvo un día ante una cantera donde trabajaban tres compañeros.
Preguntó al primero: «¿Qué haces, amigo?» y éste le respondió sin alzar la cabeza: «Me gano el pan».
Preguntó al segundo: «¿Qué haces, amigo?» y el obrero, acariciando el objeto de su tarea, explicó: «Ya lo ves: estoy tallando una hermosa piedra».
Preguntó al tercero: «¿Qué haces, amigo?» y el hombre, alzando hacia él unos ojos llenos de alegría, exclamó: «Estamos edificando una catedral».
Y el caso es que los tres realizaban la misma tarea. El primero se contentaba con ir tirando; el segundo ya le había dado un sentido; pero sólo el tercero descubría su grandeza y dignidad.
¡Jóvenes -de quienes yo soy hermano para siempre-, construid también vuestra catedral! Mediante vuestro esfuerzo de cada día. Porque todo trabajo es nobleza cuando lo colgamos de una estrella. El secreto de la felicidad es hacer todo con amor.
Para resolver tantos problemas insolubles existe una solución única. En medio de las vociferaciones del fanatismo y los estribillos de la demagogia se impone una voz, tan fuerte y tan suave que los odios motorizados contienen a veces su aliento. Es la voz que dice: «Todos sois hermanos».
A la inmensa multitud de vuestros camaradas reunidos en Florencia, les dije: La injusticia social, el egoísmo, el fanatismo: esos son vuestros enemigos. Francisco de Asís, Vicente de Paúl, Schweitzer, Dunant: son vuestros generales. Ghandi, Luther King, Maximiliano Kolbé: son vuestros héroes.
¿Qué no sois vosotros de su talla? ¿Y cómo lo sabéis? Para conocer la propia medida hay que empezar por superarse. Decía Romain Rolland: «Un héroe es quien hace lo que puede». Frente a esa ciencia abúlica que se resigna lastimosamente a rendir culto «al azar», frente al progreso fulgurante y devorador, pero hemipléjico, frente a la omnipotente podredumbre del dinero, ¡manteneos firmes!
No os dejéis embrutecer ni degradar. Repudiad esa «anticivilización» que obliga al hombre a enriquecerse, a amontonarse, a renunciar. Que jamás meta la duda su triste hocico en vuestro corazón. Creed en lo imposible. Dad rienda suelta a la esperanza. Haced que florezca la felicidad. Goethe proclamaba: «Una vida inútil es una muerte anticipada». ¡Vivid! Desde hace cincuenta años, tengo veinte.
Quizá la gran lección de la Batalla que he librado «contra la lepra y contra todas las lepras» no sean tanto los enfermos curados, las vidas salvadas y los hombres liberados cuanto esta verdad que tantas veces he repetido: sin amor, nada es posible; con amor, nada es imposible...
Y este testimonio: si un hombre, por sólo que se halle al comienzo da un golpe cada día con su azada en la misma dirección, sin dejarse distraer ni desviar; si prosigue su esfuerzo cada día sin dejar uno solo, con los ojos fijos siempre en la misma estrella; si da cada día su golpe de azada, ya sea el suelo de roca o de arcilla, termina siempre por abrir un camino... Este es el recuerdo que yo quería legaros...
(Mensaje a la Juventud del Mundo, por Raul de Follereau)