31/3/20

NO TE BAJES DE LA CRUZ


Mateo 26,14–27,66

C. En aquel tiempo, uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue a los sumos sacerdotes y les propuso:
S. «¿Qué estáis dispuestos a darme, si os lo entrego?»
C. Ellos se ajustaron con él en treinta monedas. Y desde entonces andaba buscando ocasión propicia para entregarlo.
C. El primer día de los Ázimos se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron:
S. -«¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua?»
C. Él contestó:
+ «Id a la ciudad, a casa de Fulano, y decidle: "El Maestro dice: Mi momento está cerca; deseo celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos."»
C. Los discípulos cumplieron las instrucciones de Jesús y prepararon la Pascua.
C. Al atardecer se puso a la mesa con los Doce. Mientras comían dijo:
+ «Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar.»
C. Ellos, consternados, se pusieron a preguntarle uno tras otro:
S. «¿Soy yo acaso, Señor?»
C. Él respondió:
+ «El que ha mojado en la misma fuente que yo, ése me va a entregar. El Hijo del hombre se va, como está escrito de él; pero, ¡ay del que va a entregar al Hijo del hombre!; más le valdría no haber nacido.»
C. Entonces preguntó Judas, el que lo iba a entregar:
S. «¿Soy yo acaso, Maestro?»
C. Él respondió:
+ «Tú lo has dicho.»
C. Durante la cena, Jesús cogió pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo:
+ «Tomad, comed: esto es mi cuerpo.»
C.. Y, cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias y se la dio diciendo:
+ «Bebed todos; porque ésta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos para el perdón de los pecados. Y os digo que no beberé más del fruto de la vid, hasta el día que beba con vosotros el vino nuevo en el reino de mi Padre.»
C. Cantaron el salmo y salieron para el monte de los Olivos.
C. Entonces Jesús les dijo:
+ «Esta noche vais a caer todos por mi causa, porque está escrito: "Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas del rebaño." Pero cuando resucite, iré antes que vosotros a Galilea.»
C. Pedro replicó:
S. «Aunque todos caigan por tu causa, yo jamás caeré.»
C. Jesús le dijo:
+ «Te aseguro que esta noche, antes que el gallo cante, me negarás tres veces.»
C . Pedro le replicó:
S. «Aunque tenga que morir contigo, no te negaré. »
C. Y lo mismo decían los demás discípulos.
C. Entonces Jesús fue con ellos a un huerto, llamado Getsemaní, y les dijo:
+ «Sentaos aquí, mientras voy allá a orar.»
C. Y, llevándose a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, empezó a entristecerse y a angustiarse. Entonces dijo:
+ «Me muero de tristeza: quedaos aquí y velad conmigo.»
C. Y, adelantándose un poco, cayó rostro en tierra y oraba diciendo:
+ «Padre mío, si es posible, que pase y se aleje de mí ese cáliz. Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres.»
C. Y se acercó a los discípulos y los encontró dormidos. Dijo a Pedro:
+ «¿No habéis podido velar una hora conmigo? Velad y orad para no caer en la tentación, pues el espíritu es decidido, pero la carne es débil.»
C. De nuevo se apartó por segunda vez y oraba diciendo:
+ «Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad.»
C. Y, viniendo otra vez, los encontró dormidos, porque tenían los ojos cargados. Dejándolos de nuevo, por tercera vez oraba, repitiendo las mismas palabras. Luego se acercó a sus discípulos y les dijo:
+ «Ya podéis dormir y descansar. Mirad, está cerca la hora, y el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levantaos, vamos! Ya está cerca el que me entrega.»
C. Todavía estaba hablando, cuando apareció Judas, uno de los Doce, acompañado de un tropel de gente, con espadas y palos, mandado por los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo. El traidor les había dado esta contraseña:
S. «Al que yo bese, ése es; detenedlo.»
C. Después se acercó a Jesús y le dijo:
S. «¡Salve, Maestro!»
C. Y lo besó. Pero Jesús le contestó:
+ «Amigo, ¿a qué vienes?»
C. Entonces se acercaron a Jesús y le echaron mano para detenerlo. Uno de los que estaban con él agarró la espada, la desenvainó y de un tajo le cortó la oreja al criado del sumo sacerdote. Jesús le dijo:
+ «Envaina la espada; quien usa espada, a espada morirá. ¿Piensas tú que no puedo acudir a mi Padre? Él me mandaría en seguida más de doce legiones de ángeles. Pero entonces no se cumpliría la Escritura, que dice que esto tiene que pasar.»
C. Entonces dijo Jesús a la gente:
+ «¿Habéis salido a prenderme con espadas y palos, como a un bandido? A diario me sentaba en el templo a enseñar y, sin embargo, no me detuvisteis.»
C. Todo esto ocurrió para que se cumpliera lo que escribieron los profetas. En aquel momento todos los discípulos lo abandonaron y huyeron. Los que detuvieron a Jesús lo llevaron a casa de Caifás, el sumo sacerdote, donde se habían reunido los escribas y los ancianos. Pedro lo seguía de lejos, hasta el palacio del sumo sacerdote, y, entrando dentro, se sentó con los criados para ver en qué paraba aquello. Los sumos sacerdotes y el sanedrín en pleno buscaban un falso testimonio contra Jesús para condenarlo a muerte y no lo encontraban, a pesar de los muchos falsos testigos que comparecían. Finalmente, comparecieron dos, que dijeron:
S. «Éste ha dicho: "Puedo destruir el templo de Dios y reconstruirlo en tres días."»
C. El sumo sacerdote se puso en pie y le dijo:
S. «¿No tienes nada que responder? ¿Qué son estos cargos que levantan contra ti?»
C. Pero Jesús callaba. Y el sumo sacerdote le dijo:
S. «Te conjuro por Dios vivo a que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios.»
C. Jesús le respondió:
+ «Tú lo has dicho. Más aún, yo os digo: Desde ahora veréis que el Hijo del hombre está sentado a la derecha del Todopoderoso y que viene sobre las nubes del cielo.»
C. Entonces el sumo sacerdote rasgó sus vestiduras, diciendo:
S. «Ha blasfemado. ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué decidís?»
C. Y ellos contestaron:
S. «Es reo de muerte.»
C. Entonces le escupieron a la cara y lo abofetearon; otros lo golpearon, diciendo:
S. «Haz de profeta, Mesías; ¿quién te ha pegado?»
C. Pedro estaba sentado fuera en el patio, y se le acercó una criada y le dijo:
S. «También tú andabas con Jesús el Galileo.»
C. Él lo negó delante de todos, diciendo:
S. «No sé qué quieres decir.»
C. Y, al salir al portal, lo vio otra y dijo a los que estaban allí:
S. «Éste andaba con Jesús el Nazareno.»
C. Otra vez negó él con juramento:
S. «No conozco a ese hombre.»
C. Poco después se acercaron los que estaban allí y dijeron a Pedro:
S. «Seguro; tú también eres de ellos, te delata tu acento.»
C. Entonces él se puso a echar maldiciones y a jurar, diciendo:
S. «No conozco a ese hombre.»
C. Y en seguida cantó un gallo. Pedro se acordó de aquellas palabras de Jesús: «Antes de que cante el gallo, me negarás tres veces.» Y, saliendo afuera, lloró amargamente. Al hacerse de día, todos los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo se reunieron para preparar la condena a muerte de Jesús. Y, atándolo, lo llevaron y lo entregaron a Pilato, el gobernador. Entonces Judas, el traidor, al ver que habían condenado a Jesús, sintió remordimiento y devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y ancianos, diciendo:
S. «He pecado, he entregado a la muerte a un inocente.»
C. Pero ellos dijeron:
S. «¿A nosotros qué? ¡Allá tú!»
C. Él, arrojando las monedas en el templo, se marchó; y fue y se ahorcó. Los sumos sacerdotes, recogiendo las monedas, dijeron:
S. «No es lícito echarlas en el arca de las ofrendas, porque son precio de sangre.»
C. Y, después de discutirlo, compraron con ellas el Campo del Alfarero para cementerio de forasteros. Por eso aquel campo se llama todavía «Campo de Sangre». Así se cumplió lo escrito por Jeremías, el profeta: «Y tomaron las treinta monedas de plata, el precio de uno que fue tasado, según la tasa de los hijos de Israel, y pagaron con ellas el Campo del Alfarero, como me lo había ordenado el Señor.» Jesús fue llevado ante el gobernador, y el gobernador le preguntó:
S. «¿Eres tú el rey de los judíos?»
C. Jesús respondió:
+ «Tú lo dices.»
C. Y, mientras lo acusaban los sumos sacerdotes y los ancianos, no contestaba nada. Entonces Pilato le preguntó:
S. «¿No oyes cuántos cargos presentan contra ti?»
C. Como no contestaba a ninguna pregunta, el gobernador estaba muy extrañado. Por la fiesta, el gobernador solía soltar un preso, el que la gente quisiera. Había entonces un preso famoso, llamado Barrabás. Cuando la gente acudió, les dijo Pilato:
S. «¿A quién queréis que os suelte, a Barrabás o a Jesús, a quien llaman el Mesías?»
C. Pues sabía que se lo habían entregado por envidia. Y, mientras estaba sentado en el tribunal, su mujer le mandó a decir:
S. «No te metas con ese justo, porque esta noche he sufrido mucho soñando con él.»
C. Pero los sumos sacerdotes y los ancianos convencieron a la gente que pidieran el indulto de Barrabás y la muerte de Jesús. El gobernador preguntó:
S. «¿A cuál de los dos queréis que os suelte?»
C. Ellos dijeron:
S. «A Barrabás.»
C. Pilato les preguntó:
S. «¿Y qué hago con Jesús, llamado el Mesías?»
C. Contestaron todos:
S. «Que lo crucifiquen.»
C. Pilato insistió:
S. «Pues, ¿qué mal ha hecho?»
C. Pero ellos gritaban más fuerte:
S. «¡Que lo crucifiquen!»
C. Al ver Pilato que todo era inútil y que, al contrario, se estaba formando un tumulto, tomó agua y se lavó las manos en presencia de la multitud, diciendo:
S. «Soy inocente de esta sangre. ¡Allá vosotros!»
C. Y el pueblo entero contestó:
S. «¡Su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!»
C. Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran. Los soldados del gobernador se llevaron a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de él a toda la compañía; lo desnudaron y le pusieron un manto de color púrpura y, trenzando una corona de espinas, se la ciñeron a la cabeza y le pusieron una caña en la mano derecha. Y, doblando ante él la rodilla, se burlaban de él, diciendo:
S. «¡Salve, rey de los judíos!»
C. Luego le escupían, le quitaban la caña y le golpeaban con ella la cabeza. Y, terminada la burla, le quitaron el manto, le pusieron su ropa y lo llevaron a crucificar. Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo forzaron a que llevara la cruz. Cuando llegaron al lugar llamado Gólgota (que quiere decir: «La Calavera»), le dieron a beber vino mezclado con hiel; él lo probó, pero no quiso beberlo. Después de crucificarlo, se repartieron su ropa, echándola a suertes, y luego se sentaron a custodiarlo. Encima de su cabeza colocaron un letrero con la acusación: «Éste es Jesús, el rey de los judíos.» Crucificaron con él a dos bandidos, uno a la derecha y otro a la izquierda. Los que pasaban lo injuriaban y decían, meneando la cabeza:
S. «Tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, baja de la cruz.»
C. Los sumos sacerdotes con los escribas y los ancianos se burlaban también, diciendo:
S. «A otros ha salvado, y él no se puede salvar. ¿No es el rey de Israel? Que baje ahora de la cruz, y le creeremos. ¿No ha confiado en Dios? Si tanto lo quiere Dios, que lo libre ahora. ¿No decía que era Hijo de Dios?»
C. Hasta los bandidos que estaban crucificados con él lo insultaban. Desde el mediodía hasta la media tarde, vinieron tinieblas sobre toda aquella región. A media tarde, Jesús gritó:
+ «Elí, Elí, lamá sabaktaní.»
C. (Es decir:
+ «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»)
C. Al oírlo, algunos de los que estaban por allí dijeron:
S. «A Elías llama éste.»
C. Uno de ellos fue corriendo; en seguida, cogió una esponja empapada en vinagre y, sujetándola en una caña, le dio a beber. Los demás decían:
S. «Déjalo, a ver si viene Elías a salvarlo.»
C. Jesús dio otro grito fuerte y exhaló el espíritu.
Todos se arrodillan, y se hace una pausa
C. Entonces, el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo; la tierra tembló, las rocas se rajaron. Las tumbas se abrieron, y muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron. Después que él resucitó, salieron de las tumbas, entraron en la Ciudad santa y se aparecieron a muchos. El centurión y sus hombres, que custodiaban a Jesús, el ver el terremoto y lo que pasaba, dijeron aterrorizados:
S. «Realmente éste era Hijo de Dios.»
C. Había allí muchas mujeres que miraban desde lejos, aquellas que habían seguido a Jesús desde Galilea para atenderlo; entre ellas, María Magdalena y María, la madre de Santiago y José, y la madre de los Zebedeos. Al anochecer, llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que era también discípulo de Jesús. Éste acudió a Pilato a pedirle el cuerpo de Jesús. Y Pilato mandó que se lo entregaran. José, tomando el cuerpo de Jesús, lo envolvió en una sábana limpia, lo puso en el sepulcro nuevo que se había excavado en una roca, rodó una piedra grande a la entrada del sepulcro y se marchó. María Magdalena y la otra María se quedaron allí, sentadas enfrente del sepulcro. A la mañana siguiente, pasado el día de la Preparación, acudieron en grupo los sumos sacerdotes y los fariseos a Pilato y le dijeron:
S. «Señor, nos hemos acordado que aquel impostor, estando en vida, anunció: "A los tres días resucitaré." Por eso, da orden de que vigilen el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vayan sus discípulos, roben el cuerpo y digan al pueblo: "Ha resucitado de entre los muertos." La última impostura sería peor que la primera.»
C. Pilato contestó:
S. «Ahí tenéis la guardia. Id vosotros y asegurad la vigilancia como sabéis.»
C. Ellos fueron, sellaron la piedra y con la guardia aseguraron la vigilancia del sepulcro.


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José Antonio Pagola

Según el relato evangélico, los que pasaban ante Jesús crucificado se burlaban de él y, riéndose de su sufrimiento, le hacían dos sugerencias sarcásticas: si eres Hijo de Dios, «sálvate a ti mismo» y «bájate de la cruz».
Esa es exactamente nuestra reacción ante el sufrimiento: salvarnos a nosotros mismos, pensar solo en nuestro bienestar y, por consiguiente, evitar la cruz, pasarnos la vida sorteando todo lo que nos puede hacer sufrir. ¿Será también Dios como nosotros? ¿Alguien que solo piensa en sí mismo y en su felicidad?
Jesús no responde a la provocación de los que se burlan de él. No pronuncia palabra alguna. No es el momento de dar explicaciones. Su respuesta es el silencio. Un silencio que es respeto a quienes lo desprecian y, sobre todo, compasión y amor.
Jesús solo rompe su silencio para dirigirse a Dios con un grito desgarrador: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». No pide que lo salve bajándolo de la cruz. Solo que no se oculte ni lo abandone en este momento de muerte y sufrimiento extremo. Y Dios, su Padre, permanece en silencio.
Solo escuchando hasta el fondo este silencio de Dios descubrimos algo de su misterio. Dios no es un ser poderoso y triunfante, tranquilo y feliz, ajeno al sufrimiento humano, sino un Dios callado, impotente y humillado, que sufre con nosotros el dolor, la oscuridad y hasta la misma muerte.
Por eso, al contemplar al Crucificado, nuestra reacción no puede ser de burla o desprecio, sino de oración confiada y agradecida: «No te bajes de la cruz. No nos dejes solos en nuestra aflicción. ¿De qué nos serviría un Dios que no conociera nuestros sufrimientos? ¿Quién nos podría entender?».
¿En quién podrían esperar los torturados de tantas cárceles secretas? ¿Dónde podrían poner su esperanza tantas mujeres humilladas y violentadas sin defensa alguna? ¿A qué se agarrarían los enfermos crónicos y los moribundos? ¿Quién podría ofrecer consuelo a las víctimas de tantas guerras, terrorismos, hambres y miserias? No. No te bajes de la cruz, pues, si no te sentimos «crucificado» junto a nosotros, nos veremos más «perdidos».

24/3/20

UNA PUERTA ABIERTA


Juan 11,3-7.17.20-27.33b-45

En aquel tiempo, las hermanas de Lázaro mandaron recado a Jesús, diciendo: «Señor, tu amigo está enfermo.»
Jesús, al oírlo, dijo: «Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.»
Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo, se quedó todavía dos días en donde estaba.
Sólo entonces dice a sus discípulos: «Vamos otra vez a Judea.»
Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa.
Y dijo Marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá.»
Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará.»
Marta respondió: «Sé que resucitará en la resurrección del último día.»
Jesús le dice: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?»
Ella le contestó: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.»
Jesús sollozó y, muy conmovido, preguntó: «¿Dónde lo habéis enterrado?»
Le contestaron: «Señor, ven a verlo.»
Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: «¡Cómo lo quería!»
Pero algunos dijeron: «Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que muriera éste?»
Jesús, sollozando de nuevo, llega al sepulcro. Era una cavidad cubierta con una losa.
Dice Jesús: «Quitad la losa.»
Marta, la hermana del muerto, le dice: «Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días.»
Jesús le dice: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?»
Entonces quitaron la losa.
Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado.»
Y dicho esto, gritó con voz potente: «Lázaro, ven afuera.»
El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario.
Jesús les dijo: «Desatadlo y dejadlo andar.»
Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él.


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José Antonio Pagola

Estamos demasiado atrapados por el «más acá» para preocuparnos del «más allá». Sometidos a un ritmo de vida que nos aturde y esclaviza, abrumados por una información asfixiante de noticias y acontecimientos diarios, fascinados por mil atractivos que el desarrollo técnico pone en nuestras manos, no parece que necesitemos un horizonte más amplio que «esta vida» en la que nos movemos.
¿Para qué pensar en «otra vida»? ¿No es mejor gastar todas nuestras fuerzas en organizar lo mejor posible nuestra existencia en este mundo? ¿No deberíamos esforzarnos al máximo en vivir esta vida de ahora y callarnos respecto a todo lo demás? ¿No es mejor aceptar la vida con su oscuridad y sus enigmas, y dejar «el más allá» como un misterio del que nada sabemos?
Sin embargo, el hombre contemporáneo, como el de todas las épocas, sabe que en el fondo de su ser está latente siempre la pregunta más seria y difícil de responder: ¿qué va a ser de todos y cada uno de nosotros? Cualquiera que sea nuestra ideología o nuestra fe, el verdadero problema al que estamos enfrentados todos es nuestro futuro. ¿Qué final nos espera?
Peter Berger nos ha recordado con profundo realismo que «toda sociedad humana es, en última instancia, una congregación de hombres frente a la muerte». Por ello, es ante la muerte precisamente donde aparece con más claridad «la verdad» de la civilización contemporánea, que, curiosamente, no sabe qué hacer con ella si no es ocultarla y eludir al máximo su trágico desafío.
Más honrada parece la postura de personas como Eduardo Chillida, que en alguna ocasión se expresó en estos términos: «De la muerte, la razón me dice que es definitiva. De la razón, la razón me dice que es limitada».
Es aquí donde hemos de situar la postura del creyente, que sabe enfrentarse con realismo y modestia al hecho ineludible de la muerte, pero que lo hace desde una confianza radical en Cristo resucitado. Una confianza que difícilmente puede ser entendida «desde fuera» y que solo puede ser vivida por quien ha escuchado, alguna vez, en el fondo de su ser, las palabras de Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida». ¿Crees esto?




17/3/20

OJOS NUEVOS


Juan 9,1.6-9.13-17.34-38
En aquel tiempo, al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento. Y escupió en tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego y le dijo: «Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado).»
Él fue, se lavó, y volvió con vista. Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban: «¿No es ése el que se sentaba a pedir?»
Unos decían: «El mismo.»
Otros decían: «No es él, pero se le parece.»
Él respondía: «Soy yo.»
Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaban cómo había adquirido la vista.
Él les contestó: «Me puso barro en los ojos, me lavé, y veo.»
Algunos de los fariseos comentaban: «Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado.»
Otros replicaban: «¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?»
Y estaban divididos. Y volvieron a preguntarle al ciego: «Y tú, ¿qué dices del que te ha abierto los ojos?»
Él contestó: «Que es un profeta.»
Le replicaron: «Empecatado naciste tú de pies a cabeza, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?»
Y lo expulsaron.
Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo: «¿Crees tú en el Hijo del hombre?»
Él contestó: «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?»
Jesús le dijo: «Lo estás viendo: el que te está hablando, ése es.»
Él dijo: «Creo, Señor.» Y se postró ante él.
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José Antonio Pagola


El relato del ciego de Siloé está estructurado desde la clave de un fuerte contraste. Los fariseos creen saberlo todo. No dudan de nada. Imponen su verdad. Llegan incluso a expulsar de la sinagoga al pobre ciego: «Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios». «Sabemos que ese hombre que te ha curado no guarda el sábado». «Sabemos que es pecador».
Por el contrario, el mendigo curado por Jesús no sabe nada. Solo cuenta su experiencia a quien le quiera escuchar: «Solo sé que yo era ciego y ahora veo». «Ese hombre me trabajó los ojos y empecé a ver». El relato concluye con esta advertencia final de Jesús: «Yo he venido para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos».
A Jesús le da miedo una religión defendida por escribas seguros y arrogantes, que manejan autoritariamente la Palabra de Dios para imponerla, utilizarla como arma o incluso excomulgar a quienes sienten de manera diferente. Teme a los doctores de la ley, más preocupados por «guardar el sábado» que por «curar» a mendigos enfermos. Le parece una tragedia una religión con «guías ciegos» y lo dice abiertamente: «Si un ciego guía a otro ciego, los dos caerán al hoyo».
Teólogos, predicadores, catequistas y educadores, que pretendemos «guiar» a otros sin tal vez habernos dejado iluminar nosotros mismos por Jesús, ¿no hemos de escuchar su interpelación? ¿Vamos a seguir repitiendo incansablemente nuestras doctrinas sin vivir una experiencia personal de encuentro con Jesús que nos abra los ojos y el corazón?
Nuestra Iglesia no necesita hoy predicadores que llenen las iglesias de palabras, sino testigos que contagien, aunque sea de manera humilde, su pequeña experiencia del evangelio. No necesitamos fanáticos que defiendan «verdades» de manera autoritaria y con lenguaje vacío, tejido de tópicos y frases hechas. Necesitamos creyentes de verdad, atentos a la vida y sensibles a los problemas de la gente, buscadores de Dios capaces de escuchar y acompañar con respeto a tantos hombres y mujeres que sufren, buscan y no aciertan a vivir de manera más humana ni más creyente.






10/3/20

ALGO NO VA BIEN EN LA IGLESIA


Juan 4, 5-42

En aquel tiempo, llegó Jesús a un pueblo de Samaria llamado Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José; allí estaba el manantial de Jacob. Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al manantial. Era alrededor del mediodía.
Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: «Dame de beber.» Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida.
La samaritana le dice: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?» Porque los judíos no se tratan con los samaritanos.
Jesús le contestó: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva.»
La mujer le dice: «Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas agua viva?; ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?»
Jesús le contestó: «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna.»
La mujer le dice: «Señor, dame de esa agua así no tendré más sed ni tendré que venir aquí a sacarla.»
Él le dice: «Anda, llama a tu marido y vuelve.»
La mujer le contesta: «No tengo marido».
Jesús le dice: «Tienes razón que no tienes marido; has tenido ya cinco y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad.»
La mujer le dijo: «Señor, veo que tú eres un profeta. Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén.»
Jesús le dice: «Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén daréis culto al Padre. Vosotros dais culto a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad.»
La mujer le dice: «Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga, él nos lo dirá todo.»
Jesús le dice: «Soy yo, el que habla contigo.»
En aquel pueblo muchos creyeron en él. Así, cuando llegaron a verlo los samaritanos, le rogaban que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días. Todavía creyeron muchos más por su predicación, y decían a la mujer: «Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo.»



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José Antonio Pagola


La escena ha sido recreada por el evangelista Juan, pero nos permite conocer cómo era Jesús. Un profeta que sabe dialogar a solas y amistosamente con una mujer samaritana, perteneciente a un pueblo impuro, odiado por los judíos. Un hombre que sabe escuchar la sed del corazón humano y restaurar la vida de las personas.
Junto al pozo de Sicar, ambos hablan de la vida. La mujer convive con un hombre que no es su marido. Jesús lo sabe, pero no se indigna ni le recrimina. Le habla de Dios y le explica que es un «regalo»: «Si conocieras el don de Dios, todo cambiaría, incluso tu sed insaciable de vida». En el corazón de la mujer se despierta una pregunta: «¿Será este el Mesías?».
Algo no va bien en nuestra Iglesia si las personas más solas y maltratadas no se sienten escuchadas y acogidas por los que decimos seguir a Jesús. ¿Cómo vamos a introducir en el mundo su evangelio sin «sentarnos» a escuchar el sufrimiento, la desesperanza o la soledad de las personas?
Algo no va bien en nuestra Iglesia si la gente nos ve casi siempre como representantes de la ley y la moral, y no como profetas de la misericordia de Dios. ¿Cómo van a «adivinar» en nosotros a aquel Jesús que atraía a las personas hacia la voluntad del Padre revelándoles su amor compasivo?
Algo no va bien en nuestra Iglesia cuando la gente, perdida en una oscura crisis de fe, pregunta por Dios y nosotros le hablamos del control de natalidad, el divorcio o los preservativos. ¿De qué hablaría hoy con la gente aquel que dialogaba con la samaritana tratando de mostrarle el mejor camino para saciar su sed de felicidad?
Algo va mal en nuestra Iglesia si la gente no se siente querida por quienes somos sus miembros. Lo decía san Agustín: «Si quieres conocer a una persona, no preguntes por lo que piensa, pregunta por lo que ama». Oímos hablar mucho de lo que piensa la Iglesia, pero los que sufren se preguntan qué ama la Iglesia, a quiénes ama y cómo los ama. ¿Qué les podemos responder desde nuestras comunidades cristianas?



2/3/20

LOS MIEDOS EN LA IGLESIA


Mateos 17, 1-9
Seis días más tarde, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo». Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis». Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».

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José Antonio Pagola

Probablemente es el miedo lo que más paraliza a los cristianos en el seguimiento fiel a Jesucristo. En la Iglesia actual hay pecado y debilidad, pero hay sobre todo miedo a correr riesgos. Hemos comenzado el tercer milenio sin audacia para renovar creativamente la vivencia de la fe cristiana. No es difícil señalar alguno de estos miedos.
Tenemos miedo a lo nuevo, como si «conservar el pasado» garantizara automáticamente la fidelidad al Evangelio. Es cierto que el Concilio Vaticano II afirmó de manera rotunda que en la Iglesia ha de haber «una constante reforma», pues «como institución humana la necesita permanentemente». Sin embargo, no es menos cierto que lo que mueve en estos momentos a la Iglesia no es tanto un espíritu de renovación cuanto un instinto de conservación.
Tenemos miedo para asumir las tensiones y conflictos que lleva consigo buscar la fidelidad al evangelio. Nos callamos cuando tendríamos que hablar; nos inhibimos cuando deberíamos intervenir. Se prohíbe el debate de cuestiones importantes, para evitar planteamientos que pueden inquietar; preferimos la adhesión rutinaria que no trae problemas ni disgusta a la jerarquía.
Tenemos miedo a la investigación teológica creativa. Miedo a revisar ritos y lenguajes litúrgicos que no favorecen hoy la celebración viva de la fe. Miedo a hablar de los «derechos humanos» dentro de la Iglesia. Miedo a reconocer prácticamente a la mujer un lugar más acorde con el espíritu de Jesús.
Tenemos miedo a anteponer la misericordia por encima de todo, olvidando que la Iglesia no ha recibido el «ministerio del juicio y la condena», sino el «ministerio de la reconciliación». Hay miedo a acoger a los pecadores como lo hacía Jesús. Difícilmente se dirá hoy de la Iglesia que es «amiga de pecadores», como se decía de su Maestro.
Según el relato evangélico, los discípulos caen por tierra «llenos de miedo» al oír una voz que les dice: «Este es mi Hijo amado... escuchadlo». Da miedo escuchar solo a Jesús. Es el mismo Jesús quien se acerca, los toca y les dice: «Levantaos, no tengáis miedo». Solo el contacto vivo con Cristo nos podría liberar de tanto miedo.