Mateo 10,37-42
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: «El que quiere a su padre o a su
madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más
que a mí no es digno de mí; y el que no coge su cruz y me sigue no es digno de
mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la
encontrará. El que os recibe a vosotros me recibe a mí, y el que me recibe
recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta
tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo tendrá paga
de justo. El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a
uno de estos pobrecillos, sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os
lo aseguro.»
*****|*****
Con frecuencia, los creyentes hemos defendido la «familia»
en abstracto, sin detenernos a reflexionar sobre el contenido concreto de un
proyecto familiar entendido y vivido desde el Evangelio. Y, sin embargo, no
basta con defender el valor de la familia sin más, porque la familia puede
plasmarse de maneras muy diversas en la realidad.
Hay familias abiertas al servicio de la sociedad y familias
replegadas sobre sus propios intereses. Familias que educan en el egoísmo y
familias que enseñan solidaridad. Familias liberadoras y familias opresoras.
Jesús ha defendido con firmeza la institución familiar y la
estabilidad del matrimonio. Y ha criticado duramente a los hijos que se
desentienden de sus padres. Pero la familia no es para Jesús algo absoluto e
intocable. No es un ídolo. Hay algo que está por encima y es anterior: el reino
de Dios y su justicia.
Lo decisivo no es la familia de carne, sino esa gran familia
que hemos de construir entre todos sus hijos e hijas colaborando con Jesús en
abrir caminos al reinado del Padre. Por eso, si la familia se convierte en
obstáculo para seguir a Jesús en este proyecto, Jesús exigirá la ruptura y el
abandono de esa relación familiar: «El que ama a su padre o a su madre más que
a mí no es digno de mí. El que ama a su hijo o a su hija más que a mí no es
digno de mí».
Cuando la familia impide la solidaridad y fraternidad con
los demás y no deja a sus miembros trabajar por la justicia querida por Dios
entre los hombres, Jesús exige una libertad crítica, aunque ello traiga consigo
conflictos y tensiones familiares.
¿Son nuestros hogares una escuela de valores evangélicos como
la fraternidad, la búsqueda responsable de una sociedad más justa, la
austeridad, el servicio, la oración, el perdón? ¿O son precisamente lugar de
«desevangelización» y correa de transmisión de los egoísmos, injusticias,
convencionalismos, alienaciones y superficialidad de nuestra sociedad?
¿Qué decir de la familia donde se orienta al hijo hacia un
clasismo egoísta, una vida instalada y segura, un ideal del máximo lucro,
olvidando todo lo demás? ¿Se está educando al hijo cuando lo estimulamos solo
para la competencia y rivalidad, y no para el servicio y la solidaridad?
¿Es esta la familia que tenemos que defender los católicos?
¿Es esta la familia donde las nuevas generaciones pueden escuchar el Evangelio?
¿O es esta la familia que también hoy hemos de «abandonar», de alguna manera,
para ser fieles al proyecto de vida querido por Jesús?