Juan 2, 13-25
Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en
el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas
sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas
y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a
los que vendían palomas les dijo: «Quitad esto de aquí; no convirtáis en un
mercado la casa de mi Padre.»Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora.»
Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?»
Jesús contestó: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.»
Los judíos replicaron: «Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?»
Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y, cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús.
Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba con ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre.
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José Antonio Pagola
Hay algo alarmante en nuestra sociedad que nunca denunciaremos
bastante. Vivimos en una civilización que tiene como eje de pensamiento y
criterio de actuación la secreta convicción de que lo importante y decisivo no
es lo que uno es, sino lo que uno tiene. Se ha dicho que el dinero es «el
símbolo e ídolo de nuestra civilización» (Miguel Delibes). Y de hecho son
mayoría los que le rinden su ser y le sacrifican toda su vida.
John K. Galbraith, el gran teórico del capitalismo moderno,
describe así el poder del dinero en su obra La sociedad opulenta: el
dinero «trae consigo tres ventajas fundamentales: primero, el goce del poder
que presta al hombre; segundo, la posesión real de todas las cosas que pueden
comprarse con dinero; tercero, el prestigio o respeto de que goza el rico
gracias a su riqueza».
Cuántas personas, sin atreverse a confesarlo, saben que en su
vida, en un grado u otro, lo decisivo, lo importante y definitivo, es ganar
dinero, adquirir un bienestar material, lograr un prestigio económico.
Aquí está sin duda una de las quiebras más graves de nuestra
civilización. El hombre occidental se ha hecho en buena parte materialista y, a
pesar de sus grandes proclamas sobre la libertad, la justicia o la solidaridad,
apenas cree en otra cosa que no sea el dinero.
Y, sin embargo, hay poca gente feliz. Con dinero se puede
montar un piso agradable, pero no crear un hogar cálido. Con dinero se puede
comprar una cama cómoda, pero no un sueño tranquilo. Con dinero se pueden
adquirir nuevas relaciones, pero no despertar una verdadera amistad. Con dinero
se puede comprar placer, pero no felicidad. Pero los creyentes hemos de
recordar algo más. El dinero abre todas las puertas, pero nunca abre la puerta
de nuestro corazón a Dios.
No estamos acostumbrados los cristianos a la imagen violenta
de un Mesías fustigando a las gentes. Y, sin embargo, esa es la reacción de
Jesús al encontrarse con hombres que, incluso en el templo, no saben buscar
otra cosa que no sea su propio negocio.
El templo deja de ser lugar de encuentro con el Padre cuando
nuestra vida es un mercado donde solo se rinde culto al dinero. Y no puede
haber una relación filial con Dios Padre cuando nuestras relaciones con los
demás están mediatizadas solo por intereses de dinero. Imposible entender algo
del amor, la ternura y la acogida de Dios cuando uno solo vive buscando
bienestar. No se puede servir a Dios y al Dinero.