Juan 15, 9-17
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Como el Padre me ha amado, así
os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos,
permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi
Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté
en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. Éste es mi mandamiento: que
os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el
que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os
mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a
vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a
conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido
y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo
que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis
unos a otros.»
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José Antonio Pagola
No es fácil la alegría. Los momentos de auténtica felicidad
parecen pequeños paréntesis en medio de una existencia de donde brotan
constantemente el dolor, la inquietud y la insatisfacción.
El misterio de la verdadera alegría es algo extraño para
muchos hombres y mujeres. Todavía saben quizá reír a carcajadas, pero han
olvidado lo que es una sonrisa gozosa, nacida de lo más hondo del ser. Tienen
casi todo, pero nada les satisface de verdad. Están rodeados de objetos
valiosos y prácticos, pero apenas saben nada de amor y amistad. Corren por la
vida absorbidos por mil tareas y preocupaciones, pero han olvidado que estamos
hechos para la alegría.
Por eso, algo se despierta en nosotros cuando escuchamos las
palabras de Jesús: os he hablado «para que participéis de mi gozo, y vuestro
gozo sea completo». Nuestra alegría es frágil, pequeña y está siempre
amenazada. Pero algo grande se nos promete. Poder compartir la alegría misma de
Jesús. Su alegría puede ser la nuestra.
El pensamiento de Jesús es claro. Si no hay amor, no hay
vida. No hay comunicación con él. No hay experiencia del Padre. Si falta el
amor en nuestra vida, no queda más que vacío y ausencia de Dios. Podemos hablar
de Dios, imaginarlo, pero no experimentarlo como fuente de gozo verdadero.
Entonces el vacío se llena de dioses falsos que toman el puesto del Padre, pero
que no pueden hacer brotar en nosotros el verdadero gozo que nuestro corazón
anhela.
Quizá los cristianos de hoy pensamos poco en la alegría de
Jesús y no hemos aprendido a «disfrutar» de la vida, siguiendo sus pasos. Sus
llamadas a buscar la felicidad verdadera se han perdido en el vacío tal vez
porque seguimos obstinados en pensar que el camino más seguro de encontrarla es
el que pasa por el poder, el dinero o el sexo.
La alegría de Jesús es la de quien vive con una confianza
limpia e incondicional en el Padre. La alegría del que sabe acoger la vida con
agradecimiento. La alegría del que ha descubierto que la existencia entera es
gracia.
Pero la vida se extingue tristemente en nosotros si la
guardamos para nosotros solos, sin acertar a regalarla. La alegría de Jesús no
consiste en disfrutar egoístamente de la vida. Es la alegría de quien da vida y
sabe crear las condiciones necesarias para que crezca y se desarrolle de manera
cada vez más digna y más sana. He aquí una de las enseñanzas clave del
Evangelio. Solo es feliz quien hace un mundo más feliz. Solo conoce la alegría
quien sabe regalarla. Solo vive quien hace vivir.