Marcos
14, 12-16. 22-26
Él
envió a dos discípulos, diciéndoles: Id a la ciudad, encontraréis un hombre que
lleva un cántaro de agua: seguidlo, y en la casa en que entre decidle al dueño:
«El Maestro pregunta: ¿dónde está la habitación en que voy a comer la Pascua
con mis discípulos?».
Os
enseñará una sala grande en el piso de arriba, arreglada con divanes.
Preparadnos allí la cena.
Los
discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había
dicho y prepararon la cena de Pascua.
Mientras comían, Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo: Tomad, esto es mi cuerpo.
Mientras comían, Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo: Tomad, esto es mi cuerpo.
Cogiendo
una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio y todos bebieron.
Y les
dijo: Ésta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos. Os aseguro
que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo
en el Reino de Dios.
Después
de cantar el salmo, salieron para el Monte de los Olivos."
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José Antonio Pagola
Todos los cristianos lo sabemos. La Eucaristía dominical se
puede convertir fácilmente en un "refugio religioso" que nos protege
de la vida conflictiva en la que nos movemos a lo largo de la semana. Es
tentador ir a misa para compartir una experiencia religiosa que nos permite
descansar de los problemas, tensiones y malas noticias que nos presionan por
todas partes.
A veces somos sensibles a lo que afecta a la dignidad de la
celebración, pero nos preocupa menos olvidarnos de las exigencias que entraña
celebrar la cena del Señor. Nos molesta que un sacerdote no se atenga
estrictamente a la normativa ritual, pero podemos seguir celebrando
rutinariamente la misa, sin escuchar las llamadas del Evangelio.
El riesgo siempre es el mismo: Comulgar con Cristo en lo
íntimo del corazón, sin preocuparnos de comulgar con los hermanos que sufren.
Compartir el pan de la Eucaristía e ignorar el hambre de millones de hermanos
privados de pan, de justicia y de futuro.
En los próximos años se van a ir agravando los efectos de la
crisis mucho más de lo que nos temíamos. La cascada de medidas que se nos
dictan de manera inapelable e implacable irán haciendo crecer entre nosotros
una desigualdad injusta. Iremos viendo cómo personas de nuestro entorno más o
menos cercano se van empobreciendo hasta quedar a merced de un futuro incierto
e imprevisible.
Conoceremos de cerca inmigrantes privados de asistencia
sanitaria, enfermos sin saber cómo resolver sus problemas de salud o
medicación, familias obligadas a vivir de la caridad, personas amenazadas por
el desahucio, gente desasistida, jóvenes sin un futuro nada claro... No lo
podremos evitar. O endurecemos nuestros hábitos egoístas de siempre o
nos hacemos más solidarios.
La celebración de la Eucaristía en medio de esta sociedad en
crisis puede ser un lugar de concienciación. Necesitamos liberarnos de una
cultura individualista que nos ha acostumbrado a vivir pensando solo en
nuestros propios intereses, para aprender sencillamente a ser más humanos. Toda
la Eucaristía está orientada a crear fraternidad.
No es normal escuchar todos los domingos a lo largo del año
el Evangelio de Jesús, sin reaccionar ante sus llamadas. No podemos pedir al
Padre "el pan nuestro de cada día" sin pensar en
aquellos que tienen dificultades para obtenerlo. No podemos
comulgar con Jesús sin hacernos más generosos y solidarios. No podemos darnos
la paz unos a otros sin estar dispuestos a tender una mano a quienes están más
solos e indefensos ante la crisis."