Juan 20,19-23 (Pentecostés - A)
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en
una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró
Jesús, se puso en medio y les dijo:«Paz a vosotros».
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».
Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:
«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
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José Antonio Pagola
Juan ha cuidado mucho la escena en que Jesús va a confiar a
sus discípulos su misión. Quiere dejar bien claro qué es lo esencial. Jesús
está en el centro de la comunidad, llenando a todos de su paz y alegría. Pero a
los discípulos les espera una misión. Jesús no los ha convocado solo para
disfrutar de él, sino para hacerlo presente en el mundo.
Jesús los «envía». No les dice en concreto a quiénes han de
ir, qué han de hacer o cómo han de actuar: «Como el Padre me ha enviado, así
también os envío yo». Su tarea es la misma de Jesús. No tienen otra: la que
Jesús ha recibido del Padre. Tienen que ser en el mundo lo que ha sido él.
Ya han visto a quiénes se ha acercado, cómo ha tratado a los
más desvalidos, cómo ha llevado adelante su proyecto de humanizar la vida, cómo
ha sembrado gestos de liberación y de perdón. Las heridas de sus manos y su
costado les recuerdan su entrega total. Jesús los envía ahora para que
«reproduzcan» su presencia entre las gentes.
Pero sabe que sus discípulos son frágiles. Más de una vez ha
quedado sorprendido de su «fe pequeña». Necesitan su propio Espíritu para cumplir
su misión. Por eso se dispone a hacer con ellos un gesto muy especial. No les
impone sus manos ni los bendice, como hacía con los enfermos y los pequeños: «Exhala
su aliento sobre ellos y les dice: Recibid el Espíritu Santo».
El gesto de Jesús tiene una fuerza que no siempre sabemos
captar. Según la tradición bíblica, Dios modeló a Adán con «barro»; luego sopló
sobre él su «aliento de vida»; y aquel barro se convirtió en un «viviente». Eso
es el ser humano: un poco de barro alentado por el Espíritu de Dios. Y eso será
siempre la Iglesia: barro alentado por el Espíritu de Jesús.
Creyentes frágiles y de fe pequeña: cristianos de barro,
teólogos de barro, sacerdotes y obispos de barro, comunidades de barro... Solo
el Espíritu de Jesús nos convierte en Iglesia viva. Las zonas donde su Espíritu
no es acogido quedan «muertas». Nos hacen daño a todos, pues nos impiden
actualizar su presencia viva entre nosotros. Muchos no pueden captar en
nosotros la paz, la alegría y la vida renovada por Cristo. No hemos de bautizar
solo con agua, sino infundir el Espíritu de Jesús. No solo hemos de hablar de
amor, sino amar a las personas como él.