Mateo 11,25-30 (14_Tiempo ordinario -A )
En aquel tiempo, exclamó Jesús: «Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y
tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has
revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo
ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce
al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí
todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo
y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro
descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera.»
*****||*****
José Antonio Pagola
Jesús no tuvo problemas con las gentes sencillas del pueblo.
Sabía que le entendían. Lo que le preocupaba era si algún día llegarían a
captar su mensaje los líderes religiosos, los especialistas de la ley, los
grandes maestros de Israel. Cada día era más evidente: lo que al pueblo sencillo
le llenaba de alegría, a ellos los dejaba indiferentes.
Aquellos campesinos que vivían defendiéndose del hambre y de
los grandes terratenientes le entendían muy bien: Dios los quería ver felices,
sin hambre ni opresores. Los enfermos se fiaban de él y, animados por su fe,
volvían a creer en el Dios de la vida. Las mujeres que se atrevían a salir de
su casa para escucharle intuían que Dios tenía que amar como decía Jesús: con
entrañas de madre. La gente sencilla del pueblo sintonizaba con él. El Dios que
les anunciaba era el que anhelaban y necesitaban.
La actitud de los «entendidos» era diferente. Caifás y los
sacerdotes de Jerusalén lo veían como un peligro. Los maestros de la ley no
entendían que se preocupara tanto del sufrimiento de la gente y se olvidara de
las exigencias de la religión. Por eso, entre los seguidores más cercanos de
Jesús no hubo sacerdotes, escribas o maestros de la ley.
Un día, Jesús descubrió a todos lo que sentía en su corazón.
Lleno de alegría le rezó así a Dios: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y
de la tierra, porque has escondido estas cosas a sabios y entendidos y las has
revelado a la gente sencilla».
Siempre es igual. La mirada de la gente sencilla es, de
ordinario, más limpia. No hay en su corazón tanto interés torcido. Van a lo
esencial. Saben lo que es sufrir, sentirse mal y vivir sin seguridad. Son los
primeros que entienden el evangelio.
Esta gente sencilla es lo mejor que tenemos en la Iglesia.
De ellos tenemos que aprender obispos, teólogos, moralistas y entendidos en
religión. A ellos les descubre Dios algo que a nosotros se nos escapa. Los
eclesiásticos tenemos el riesgo de racionalizar, teorizar y «complicar»
demasiado la fe. Solo dos preguntas: ¿por qué hay tanta distancia entre nuestra
palabra y la vida de la gente? ¿Por qué nuestro mensaje resulta casi siempre
más oscuro y complicado que el de Jesús?