Mateo 17,1-9 (2 Cuaresma – A)
Seis días más tarde, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo». Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis». Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».
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José Antonio
Pagola
Tarde o temprano, todos corremos el riesgo de instalarnos en la vida, buscando el refugio cómodo que nos permita vivir tranquilos, sin sobresaltos ni preocupaciones excesivas, renunciando a cualquier otra aspiración.
Logrado ya
un cierto éxito profesional, encauzada la familia y asegurado, de alguna
manera, el porvenir, es fácil dejarse atrapar por un conformismo cómodo que nos
permita seguir caminando en la vida de la manera más confortable.
Es el
momento de buscar una atmósfera agradable y acogedora. Vivir relajado en un
ambiente feliz. Hacer del hogar un refugio entrañable, un rincón para leer y
escuchar buena música. Saborear unas buenas vacaciones. Asegurar unos fines de
semana agradables...
Pero, con
frecuencia, es entonces cuando la persona descubre con más claridad que nunca
que la felicidad no coincide con el bienestar. Falta en esa vida algo que nos
deja vacíos e insatisfechos. Algo que no se puede comprar con dinero ni
asegurar con una vida confortable. Falta sencillamente la alegría propia de
quien sabe vibrar con los problemas y necesidades de los demás, sentirse
solidario con los necesitados y vivir, de alguna manera, más cerca de los
maltratados por la sociedad.
Pero hay
además un modo de «instalarse» que puede ser falsamente reforzado con «tonos
cristianos». Es la eterna tentación de Pedro que nos acecha siempre a los
creyentes: «plantar tiendas en lo alto de la montaña». Es decir, buscar en la
religión nuestro bienestar interior, eludiendo nuestra responsabilidad
individual y colectiva en el logro de una convivencia más humana.
Y, sin
embargo, el mensaje de Jesús es claro. Una experiencia religiosa no es
verdaderamente cristiana si nos aísla de los hermanos, nos instala cómodamente
en la vida y nos aleja del servicio a los más necesitados.
Si
escuchamos a Jesús, nos sentiremos invitados a salir de nuestro conformismo,
romper con un estilo de vida egoísta en el que estamos tal vez confortablemente
instalados y empezar a vivir más atentos a la interpelación que nos llega desde
los más desvalidos de nuestra sociedad.