15/11/22

MÁRTIR FIEL

 Lucas 23,35-43       (Jesucristo, Rey del universo – C)


El pueblo estaba mirando, pero los magistrados le hacían muecas diciendo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido». Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo». Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos».

Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».

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José Antonio Pagola


Los cristianos hemos atribuido al Crucificado diversos nombres: «redentor», «salvador», «rey», «liberador». Podemos acercarnos a él agradecidos: él nos ha rescatado de la perdición. Podemos contemplarlo conmovidos: nadie nos ha amado así. Podemos abrazarnos a él para encontrar fuerzas en medio de nuestros sufrimientos y penas.

Entre los primeros cristianos se le llamaba también «mártir», es decir «testigo». Un escrito llamado Apocalipsis, redactado hacia el año 95, ve en el Crucificado al «mártir fiel», «testigo fiel». Desde la cruz, Jesús se nos presenta como testigo fiel del amor de Dios y también de una existencia identificada con los últimos. No hemos de olvidarlo.

Se identificó tanto con las víctimas inocentes que terminó como ellas. Su palabra molestaba. Había ido demasiado lejos al hablar de Dios y su justicia. Ni el Imperio ni el templo lo podían consentir. Había que eliminarlo. Tal vez, antes de que Pablo comenzara a elaborar su teología de la cruz, entre los pobres de Galilea se vivía esta convicción: «Ha muerto por nosotros», «por defendernos hasta el final», «por atreverse a hablar de Dios como defensor de los últimos».

Al mirar al Crucificado deberíamos recordar instintivamente el dolor y la humillación de tantas víctimas desconocidas que, a lo largo de la historia, han sufrido, sufren y sufrirán olvidadas por casi todos. Sería una burla besar al Crucificado, invocarlo o adorarlo mientras vivimos indiferentes a todo sufrimiento que no sea el nuestro.

El crucifijo está desapareciendo de nuestros hogares e instituciones, pero los crucificados siguen ahí. Los podemos ver todos los días en cualquier telediario. Hemos de aprender a venerar al Crucificado no en un pequeño crucifijo, sino en las víctimas inocentes del hambre y de las guerras, en las mujeres asesinadas por sus parejas, en los que se ahogan al hundirse sus pateras.

Confesar al Crucificado no es solo hacer grandes profesiones de fe. La mejor manera de aceptarlo como Señor y Redentor es imitarle viviendo identificados con quienes sufren injustamente.




7/11/22

SIN PERDER LA PACIENCIA

 Lucas 21,5-19        (33 Tiempo ordinario – C)


Y como algunos hablaban del templo, de lo bellamente adornado que estaba con piedra de calidad y exvotos, Jesús les dijo: «Esto que contempláis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida». Ellos le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?». Él dijo: «Mirad que nadie os engañe. Porque muchos vendrán en mi nombre diciendo: “Yo soy”, o bien: “Está llegando el tiempo”; no vayáis tras ellos. Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico. Porque es necesario que eso ocurra primero, pero el fin no será enseguida». Entonces les decía: «Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países, hambres y pestes. Habrá también fenómenos espantosos y grandes signos en el cielo. Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, y haciéndoos comparecer ante reyes y gobernadores, por causa de mi nombre. Esto os servirá de ocasión para dar testimonio. Por ello, meteos bien en la cabeza que no tenéis que preparar vuestra defensa, 15porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os entregarán, y matarán a algunos de vosotros, 17y todos os odiarán a causa de mi nombre. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.

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José Antonio Pagola


Lucas recoge las palabras de Jesús sobre las persecuciones y la tribulación futuras subrayando de manera especial la necesidad de enfrentarnos a la crisis con paciencia. El término empleado por el evangelista significa entereza, aguante, perseverancia, capacidad de mantenerse firme ante las dificultades, paciencia activa.

Apenas se habla de la paciencia en nuestros días, y sin embargo pocas veces habrá sido tan necesaria como en estos momentos de grave crisis generalizada, incertidumbre y frustración.

Son muchos los que viven hoy a la intemperie y, al no poder encontrar cobijo en nada que les ofrezca sentido, seguridad y esperanza, caen en el desaliento, la crispación o la depresión.

La paciencia de la que se habla en el evangelio no es una virtud propia de hombres fuertes y aguerridos. Es más bien la actitud serena de quien cree en un Dios paciente y fuerte que alienta y conduce la historia, a veces tan incomprensible para nosotros, con ternura y amor compasivo.

La persona animada por esta paciencia no se deja perturbar por las tribulaciones y crisis de los tiempos. Mantiene el ánimo sereno y confiado. Su secreto es la paciencia fiel de Dios, que, a pesar de tanta injusticia absurda y tanta contradicción, sigue su obra hasta cumplir sus promesas.

Al impaciente, la espera se le hace larga. Por eso se crispa y se vuelve intolerante. Aunque parece firme y fuerte, en realidad es débil y sin raíces. Se agita mucho, pero construye poco; critica constantemente, pero apenas siembra; condena, pero no libera. El impaciente puede terminar en el desaliento, el cansancio o la resignación amarga. Ya no espera nada. Nunca infunde esperanza.

La persona paciente, por el contrario, no se irrita ni se deja deprimir por la tristeza. Contempla la vida con respeto y hasta con simpatía. Deja ser a los demás, no anticipa el juicio de Dios, no pretende imponer su propia justicia.

No por eso cae en la apatía, el escepticismo o la dejación. La persona paciente lucha y combate día a día, precisamente porque vive animada por la esperanza. «Si nos fatigamos y luchamos es porque tenemos puesta la esperanza en el Dios vivo» (1 Timoteo 4,10).

La paciencia del creyente se arraiga en el Dios «amigo de la vida». A pesar de las injusticias que encontramos en nuestro camino y de los golpes que da la vida, a pesar de tanto sufrimiento absurdo o inútil, Dios sigue su obra. En él ponemos los creyentes nuestra esperanza.




1/11/22

¿ES RIDÍCULO ESPERAR EN DIOS?

 Lucas 20,27-38      (32 Tiempo ordinario – C)


Se acercaron algunos saduceos, los que dicen que no hay resurrección, y le preguntaron: «Maestro, Moisés nos dejó escrito: “Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer pero sin hijos, que tome la mujer como esposa y dé descendencia a su hermano”. Pues bien, había siete hermanos; el primero se casó y murió sin hijos. El segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete, y murieron todos sin dejar hijos. Por último, también murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete la tuvieron como mujer». Jesús les dijo: «En este mundo los hombres se casan y las mujeres toman esposo, pero los que sean juzgados dignos de tomar parte en el mundo futuro y en la resurrección de entre los muertos no se casarán ni ellas serán dadas en matrimonio. Pues ya no pueden morir, ya que son como ángeles; y son hijos de Dios, porque son hijos de la resurrección. Y que los muertos resucitan, lo indicó el mismo Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: “Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos». 

 

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José Antonio Pagola


Los saduceos no gozaban de popularidad entre las gentes de las aldeas. Era un sector compuesto por familias ricas pertenecientes a la élite de Jerusalén, de tendencia conservadora, tanto en su manera de vivir la religión como en su política de buscar un entendimiento con el poder de Roma. No sabemos mucho más.

Lo que podemos decir es que «negaban la resurrección». La consideraban una «novedad» propia de gente ingenua. No les preocupaba la vida más allá de la muerte. A ellos les iba bien en esta vida. ¿Para qué preocuparse de más?

Un día se acercan a Jesús para ridiculizar la fe en la resurrección. Le presentan un caso absolutamente irreal, fruto de su fantasía. Le hablan de siete hermanos que se han ido casando sucesivamente con la misma mujer, para asegurar la continuidad del nombre, el honor y la herencia a la rama masculina de aquellas poderosas familias saduceas de Jerusalén. Es de lo único que entienden.

Jesús critica su visión de la resurrección: es ridículo pensar que la vida definitiva junto a Dios vaya a consistir en reproducir y prolongar la situación de esta vida, y en concreto de esas estructuras patriarcales de las que se benefician los varones ricos.

La fe de Jesús en la otra vida no consiste en algo tan irrisorio: «El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob no es un Dios de muertos, sino de vivos». Jesús no puede ni imaginarse que a Dios se le vayan muriendo sus hijos; Dios no vive por toda la eternidad rodeado de muertos. Tampoco puede imaginar que la vida junto a Dios consista en perpetuar las desigualdades, injusticias y abusos de este mundo.

Cuando se vive de manera frívola y satisfecha, disfrutando del propio bienestar y olvidando a quienes viven sufriendo, es fácil pensar solo en esta vida. Puede parecer hasta ridículo alimentar otra esperanza.

Cuando se comparte un poco el sufrimiento de las mayorías pobres, las cosas cambian: ¿qué decir de los que mueren sin haber conocido el pan, la salud o el amor?, ¿qué decir de tantas vidas malogradas o sacrificadas injustamente? ¿Es ridículo alimentar la esperanza en Dios?