10/1/23

DEJARNOS BAUTIZAR POR EL ESPÍRITU DE JESÚS

 Juan 1,29-34              (2 Tiempo ordinario – A)


Al día siguiente, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quien yo dije: “Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo”. Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel». Y Juan dio testimonio diciendo: «He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: “Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que bautiza con Espíritu Santo”. Y yo lo he visto y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios».         

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José Antonio Pagola


Los evangelistas se esfuerzan por diferenciar bien el bautismo de Jesús del bautismo de Juan. No hay que confundirlos. El bautismo de Jesús no consiste en sumergir a sus seguidores en las aguas de un río. Jesús sumerge a los suyos en el Espíritu Santo. El evangelio de Juan lo dice de manera clara. Jesús posee la plenitud del Espíritu de Dios, y por eso puede comunicar a los suyos esa plenitud. La gran novedad de Jesús consiste en que Jesús es «el Hijo de Dios» que puede «bautizar con Espíritu Santo».

Este bautismo de Jesús no es un baño externo, parecido al que algunos han podido conocer tal vez en las aguas del Jordán. Es un «baño interior». La metáfora sugiere que Jesús comunica su Espíritu para penetrar, empapar y transformar el corazón de la persona.

Este Espíritu Santo es considerado por los evangelistas como «Espíritu de vida». Por eso, dejarnos bautizar por Jesús significa acoger su Espíritu como fuente de vida nueva. Su Espíritu puede potenciar en nosotros una relación más vital con él. Nos puede llevar a un nuevo nivel de existencia cristiana, a una nueva etapa de cristianismo más fiel a Jesús.

El Espíritu de Jesús es «Espíritu de verdad». Dejarnos bautizar por él es poner verdad en nuestro cristianismo. No dejarnos engañar por falsas seguridades. Recuperar una y otra vez nuestra identidad irrenunciable de seguidores de Jesús. Abandonar caminos que nos desvían del evangelio.

El Espíritu de Jesús es «Espíritu de amor», capaz de liberarnos de la cobardía y del egoísmo de vivir pensando solo en nuestros intereses y nuestro bienestar. Dejarnos bautizar por él es abrirnos al amor solidario, gratuito y compasivo.

El Espíritu de Jesús es «Espíritu de conversión» a Dios. Dejarnos bautizar por él significa dejarnos transformar lentamente por él. Aprender a vivir con sus criterios, sus actitudes, su corazón y su sensibilidad hacia quienes viven sufriendo.

El Espíritu de Jesús es «Espíritu de renovación». Dejarnos bautizar por él es dejarnos atraer por su novedad creadora. Él puede despertar lo mejor que hay en la Iglesia y darle un «corazón nuevo», con mayor capacidad de ser fiel al evangelio.



3/1/23

ESCUCHAR LA PROPIA VOCACIÓN

 Mateo 3,13-17        (Bautismo del Señor – A)


Por entonces viene Jesús desde Galilea al Jordán y se presenta a Juan para que lo bautice. Pero Juan intentaba disuadirlo diciéndole: «Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?». Jesús le contestó: «Déjalo ahora. Conviene que así cumplamos toda justicia». Entonces Juan se lo permitió. Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrieron los cielos y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una voz de los cielos que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco».

 

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José Antonio Pagola


Los relatos evangélicos no se detienen demasiado en la descripción del bautismo de Jesús. Dan más importancia a la experiencia vivida por él en aquella hora, y que es, sin duda, determinante para su actuación futura.

Jesús no volverá ya a su casa de Nazaret. Tampoco se quedará entre los discípulos del Bautista. Animado por el Espíritu, comenzará una vida nueva, totalmente entregada al servicio de su misión evangelizadora.

Podemos decir que la hora del bautismo ha sido para Jesús el momento privilegiado en el que ha experimentado su vocación profética: ha sido consciente de vivir poseído por el Espíritu del Padre, y ha escuchado la llamada a anunciar a sus hijos e hijas un mensaje de salvación.

Escuchar la propia vocación no es asunto de un grupo de hombres y mujeres, llamados a vivir una misión privilegiada. Tarde o temprano, todos nos tenemos que preguntar cuál es la razón última de nuestro vivir diario y para qué comenzamos un nuevo día cada amanecer. No se trata de descubrir grandes cosas. Sencillamente, saber que nuestra pequeña vida puede tener un sentido para los demás, y que nuestro vivir diario puede ser vida para alguien.

No se trata tampoco de escuchar un día una llamada definitiva. El sentido de la vida hay que descubrirlo a lo largo de los días, mañana tras mañana. En toda vocación hay algo de incierto. Siempre se nos pide una actitud de búsqueda, disponibilidad y apertura.

Solo en la medida en que una persona va respondiendo con fidelidad a su misión va descubriendo, precisamente desde esa respuesta, todo el horizonte de exigencias y promesas que se encierra en su quehacer diario.

Vivimos con frecuencia un ritmo de vida, trabajo y ocupaciones que nos aturde, distrae y deshumaniza. Hacemos muchas cosas a lo largo de la vida, pero ¿sabemos exactamente por qué y para qué? Nos movemos constantemente de un lado para otro, pero ¿sabemos hacia dónde caminar? Escuchamos muchas voces, consignas y llamadas, pero ¿somos capaces de escuchar la voz del Espíritu, que nos invita a vivir con fidelidad nuestra misión de cada día?




2/1/23

MATAR O ADORAR

 Mateo 2,1-12        (Epifanía del Señor – A)

          


Habiendo nacido Jesús en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén 
preguntando: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo». Al enterarse el rey Herodes, se sobresaltó y toda Jerusalén con él; convocó a los sumos sacerdotes y a los escribas del país, y les preguntó dónde tenía que nacer el Mesías. Ellos le contestaron: «En Belén de Judea, porque así lo ha escrito el profeta: “Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ni mucho menos la última de las poblaciones de Judá, pues de ti saldrá un jefe que pastoreará a mi pueblo Israel”». Entonces Herodes llamó en secreto a los magos para que le precisaran el tiempo en que había aparecido la estrella, y los mandó a Belén, diciéndoles: «Id y averiguad cuidadosamente qué hay del niño y, cuando lo encontréis, avisadme, para ir yo también a adorarlo». Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino y, de pronto, la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño. Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. Y habiendo recibido en sueños un oráculo, para que no volvieran a Herodes, se retiraron a su tierra por otro camino.

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José Antonio Pagola


Herodes y su corte representan el mundo de los poderosos. Todo vale en ese mundo con tal de asegurar el propio poder: el cálculo, la estrategia y la mentira. Vale incluso la crueldad, el terror, el desprecio al ser humano y la destrucción de inocentes. Parece un mundo grande y poderoso, se nos presenta como defensor del orden y la justicia, pero es débil y mezquino, pues termina siempre buscando al niño «para matarlo».

Según el relato de Mateo, unos magos venidos de Oriente irrumpen en este mundo de tinieblas. Algunos exegetas interpretan hoy la leyenda evangélica acudiendo a la psicología de lo profundo. Los magos representan el camino que siguen quienes escuchan los anhelos más nobles del corazón humano; la estrella que los guía es la nostalgia de lo divino; el camino que recorren es el deseo. Para descubrir lo divino en lo humano, para adorar al niño en vez de buscar su muerte, para reconocer la dignidad del ser humano en vez de destruirla, hay que recorrer un camino opuesto al que sigue Herodes.

No es un camino fácil. No basta escuchar la llamada del corazón; hay que ponerse en marcha, exponerse, correr riesgos. El gesto final de los magos es sublime. No matan al niño, sino que lo adoran. Se inclinan respetuosamente ante su dignidad; descubren lo divino en lo humano. Este es el mensaje de su adoración al Hijo de Dios encarnado en el niño de Belén.

Podemos vislumbrar también el significado simbólico de los regalos que le ofrecen. Con el oro reconocen la dignidad y el valor inestimable del ser humano: todo ha de quedar subordinado a su felicidad; un niño merece que se pongan a sus pies todas las riquezas del mundo. El incienso recoge el deseo de que la vida de ese niño se despliegue y su dignidad se eleve hasta el cielo: todo ser humano está llamado a participar de la vida misma de Dios. La mirra es medicina para curar la enfermedad y aliviar el sufrimiento: el ser humano necesita de cuidados y consuelo, no de violencia y agresión.

Con su atención al débil y su ternura hacia el humillado, este Niño nacido en Belén introducirá en el mundo la magia del amor, única fuerza de salvación que ya desde ahora hace temblar al poderoso Herodes.