Juan 6,24-35
En aquel tiempo, al no ver allí a Jesús ni a sus discípulos, la gente subió a
las barcas y se dirigió en busca suya a Cafarnaún. Al llegar a la otra orilla del lago, encontraron a Jesús y le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo has venido aquí?»
Jesús les dijo: «Os aseguro que vosotros no me buscáis porque hayáis visto las señales milagrosas, sino porque habéis comido hasta hartaros. No trabajéis por la comida que se acaba, sino por la comida que permanece y os da vida eterna. Ésta es la comida que os dará el Hijo del hombre, porque Dios, el Padre, ha puesto su sello en él.»
Le preguntaron: «¿Qué debemos hacer para que nuestras obras sean las obras de Dios?»
Jesús les contestó: «La obra de Dios es que creáis en aquel que él ha enviado.»
«¿Y qué señal puedes darnos –le preguntaron– para que, al verla, te creamos? ¿Cuáles son tus obras? Nuestros antepasados comieron el maná en el desierto, como dice la Escritura: "Dios les dio a comer pan del cielo."»
Jesús les contestó: «Os aseguro que no fue Moisés quien os dio el pan del cielo. ¡Mi Padre es quien os da el verdadero pan del cielo! Porque el pan que Dios da es aquel que ha bajado del cielo y da vida al mundo.»
Ellos le pidieron: «Señor, danos siempre ese pan.»
Y Jesús les dijo: «Yo soy el pan que da vida. El que viene a mí, nunca más tendrá hambre, y el que en mí cree, nunca más tendrá sed.»
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José Antonio Pagola
¿Por qué seguir interesándonos por Jesús después de veinte
siglos? ¿Qué podemos esperar de él? ¿Qué nos puede aportar a los hombres y
mujeres de nuestro tiempo? ¿Nos va a resolver acaso los problemas del mundo
actual? El evangelio de Juan habla de un diálogo de gran interés que Jesús
mantiene con una muchedumbre a orillas del lago Galilea.
El día anterior han compartido con Jesús una comida
sorprendente y gratuita. Han comido pan hasta saciarse. ¿Cómo lo van a dejar
marchar? Lo que buscan es que Jesús repita su gesto y los vuelva a alimentar
gratis. No piensan en otra cosa.
Jesús los desconcierta con un planteamiento inesperado: «Esforzaos
no por conseguir el alimento transitorio, sino por el permanente, el que da la
vida eterna». Pero ¿cómo no preocuparnos por el pan de cada día? El pan es
indispensable para vivir. Lo necesitamos y debemos trabajar para que nunca le
falte a nadie. Jesús lo sabe. El pan es lo primero. Sin comer no podemos
subsistir. Por eso se preocupa tanto de los hambrientos y mendigos, que no
reciben de los ricos ni las migajas que caen de su mesa. Por eso maldice a los
terratenientes insensatos que almacenan el grano sin pensar en los pobres. Por
eso enseña a sus seguidores a pedir cada día al Padre pan para todos sus hijos.
Pero Jesús quiere despertar en ellos un hambre diferente.
Les habla de un pan que no sacia solo el hambre de un día, sino el hambre y la
sed de vida que hay en el ser humano. No lo hemos de olvidar. En nosotros hay
un hambre de justicia para todos, un hambre de libertad, de paz, de verdad.
Jesús se presenta como ese Pan que nos viene del Padre no para hartarnos de
comida, sino «para dar vida al mundo».
Este Pan venido de Dios «da la vida eterna». Los alimentos
que comemos cada día nos mantienen vivos durante años, pero llega un momento en
que no pueden defendernos de la muerte. Es inútil que sigamos comiendo. No nos
pueden dar vida más allá de la muerte.
Jesús se presenta como «Pan de vida eterna». Cada uno ha de
decidir cómo quiere vivir y cómo quiere morir. Pero quienes nos llamamos
seguidores suyos hemos de saber que creer en Cristo es alimentar en nosotros
una fuerza imperecedera, empezar a vivir algo que no acabará en nuestra muerte.
Sencillamente, seguir a Jesús es entrar en el misterio de la muerte sostenidos
por su fuerza resucitadora.
Al escuchar sus palabras, aquellas gentes de Cafarnaún le
gritan desde lo hondo de su corazón: «Señor, danos siempre de ese pan».
Desde nuestra fe vacilante, a veces nosotros no nos atrevemos a pedir algo
semejante. Quizá solo nos preocupa la comida de cada día. Y a veces solo la nuestra.