Marcos 12, 28b-34
En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: «¿Qué mandamiento
es el primero de todos?»Respondió Jesús: «El primero es: "Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser." El segundo es éste: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo." No hay mandamiento mayor que éstos.»
El escriba replicó: «Muy bien, Maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios.»
Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo: «No estás lejos del reino de Dios.» Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.
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Son bastantes los que, durante estos años, han ido pasando
de una fe ligera y superficial en Dios a un ateísmo igualmente frívolo e
irresponsable. Hay quienes han eliminado de sus vidas toda práctica religiosa y
han liquidado cualquier relación con una comunidad creyente. Pero ¿basta con
eso para resolver con seriedad la postura personal de uno ante el misterio
último de la vida?
Hay quienes dicen que no creen en la Iglesia ni en «los
inventos de los curas», pero creen en Dios. Sin embargo, ¿qué significa creer
en un Dios al que nunca se le recuerda, con quien jamás se dialoga, a quien no
se le escucha, de quien no se espera nada con gozo?
Otros proclaman que ya es hora de aprender a vivir sin Dios,
enfrentándose a la vida con mayor dignidad y personalidad. Pero, cuando se
observa de cerca su vida, no es fácil ver cómo les ha ayudado concretamente el
abandono de Dios a vivir una vida más digna y responsable.
Bastantes se han fabricado su propia religión y se han
construido una moral propia a su medida. Nunca han buscado otra cosa que
situarse con cierta comodidad en la vida, evitando todo interrogante que
cuestionara seriamente su existencia.
Algunos no sabrían decir si creen en Dios o no. En realidad,
no entienden para qué puede servir tal cosa. Ellos viven tan ocupados en
trabajar y disfrutar, tan distraídos por los problemas de cada día, los
programas de televisión y las revistas del fin de semana que Dios no tiene
sitio en sus vidas.
Pero nos equivocaríamos los creyentes si pensáramos que este
ateísmo frívolo se encuentra solamente en esas personas que se atreven a decir
en voz alta que no creen en Dios. Este ateísmo puede estar penetrando también
en los corazones de los que nos llamamos creyentes: a veces nosotros mismos
sabemos que Dios no es el único Señor de nuestra vida, ni siquiera el más
importante.
Hagamos solo una prueba. ¿Qué sentimos en lo más íntimo de
nuestra conciencia cuando escuchamos despacio, repetidas veces y con sinceridad
estas palabras?: «Escucha: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás
al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente,
con todas tus fuerzas». ¿Qué espacio ocupa Dios en mi corazón, en mi alma,
en mi mente, en todo mi ser?
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