Marcos 5,21-43 (13 Tiempo ordinario – B)
Jesús atravesó de nuevo en barca a la otra orilla, se le
reunió mucha gente a su alrededor y se quedó junto al mar. Se acercó un jefe de
la sinagoga, que se llamaba Jairo, y, al verlo, se echó a sus pies, rogándole
con insistencia: «Mi niña está en las últimas; ven, impón las manos sobre ella,
para que se cure y viva». Se fue con él y lo seguía mucha gente que lo
apretujaba. Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años.
Había sufrido mucho a manos de los médicos y se había gastado en eso toda su
fortuna; pero, en vez de mejorar, se había puesto peor. Oyó hablar de Jesús y,
acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando: «Con solo
tocarle el manto curaré». Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y
notó que su cuerpo estaba curado. Jesús, notando que había salido fuerza de él,
se volvió enseguida, en medio de la gente y preguntaba: «¿Quién me ha tocado el
manto?». Los discípulos le contestaban: «Ves cómo te apretuja la gente y
preguntas: “¿Quién me ha tocado?”». Él seguía mirando alrededor, para ver a la
que había hecho esto. La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender
lo que le había ocurrido, se le echó a los pies y le confesó toda la verdad. Él
le dice: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu
enfermedad». Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la
sinagoga para decirle: «Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al
maestro?». Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la
sinagoga: «No temas; basta que tengas fe». No permitió que lo acompañara nadie,
más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegan a casa del jefe
de la sinagoga y encuentra el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a
gritos y después de entrar les dijo: «¿Qué estrépito y qué lloros son estos? La
niña no está muerta; está dormida». Se reían de él. Pero él los echó fuera a
todos y, con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes, entró donde
estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo: Talitha qumi (que significa:
«Contigo hablo, niña, levántate»). La niña se levantó inmediatamente y echó a
andar; tenía doce años. Y quedaron fuera de sí llenos de estupor. Les insistió
en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña.
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José Antonio Pagola
Jesús adoptó ante las mujeres una actitud tan sorprendente
que desconcertó incluso a sus mismos discípulos. En aquella sociedad judía,
dominada por los varones, no era fácil entender la nueva postura de Jesús, acogiendo
sin discriminaciones a hombres y mujeres en su comunidad de seguidores. Si algo
se desprende con claridad de su actuación es que, para él, hombres y mujeres
tienen igual dignidad personal, sin que la mujer tenga que ser objeto del
dominio del varón.
Sin embargo, los cristianos no hemos sido todavía capaces de
extraer todas las consecuencias que se siguen de la actitud de nuestro Maestro.
El teólogo francés René Laurentin ha llegado a decir que se trata de «una
revolución ignorada» por la Iglesia.
Por lo general, los varones seguimos sospechando de todo
movimiento feminista, y reaccionamos secretamente contra cualquier
planteamiento que pueda poner en peligro nuestra situación privilegiada sobre
la mujer.
En una Iglesia dirigida por varones no hemos sido capaces de
descubrir todo el pecado que se encierra en el dominio que los hombres
ejercemos, de muchas maneras, sobre las mujeres. Y lo cierto es que no se
escuchan desde la jerarquía voces que, en nombre de Cristo, urjan a los varones
a una profunda conversión.
Los seguidores de Jesús hemos de tomar conciencia de que el
actual dominio de los varones sobre las mujeres no es «algo natural», sino un
comportamiento profundamente viciado por el egoísmo y la imposición injusta de
nuestro poder machista.
¿Es posible superar este dominio masculino? La revolución
urgida por Jesús no se llevará a cabo despertando la agresividad mutua y
promoviendo entre los sexos una guerra. Jesús llama a una conversión que nos
haga vivir de otra manera las relaciones que nos unen a hombres y mujeres.
Las diferencias entre los sexos, además de su función en el
origen de una nueva vida, han de ser encaminadas hacia la cooperación, el apoyo
y el crecimiento mutuos. Y, para ello, los varones hemos de escuchar con mucha
más lucidez y sinceridad la interpelación de aquel de quien, según el relato
evangélico, «salió fuerza» para curar a la mujer.
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