Juan 6, 1-15 (17 Tiempo ordinario – B-)
Después de esto, Jesús se marchó a la
otra parte del mar de Galilea (o de Tiberíades). Lo seguía mucha gente, porque
habían visto los signos que hacía con los enfermos. Subió Jesús entonces a la
montaña y se sentó allí con sus discípulos. Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos. Jesús entonces
levantó los ojos y, al ver que acudía mucha gente, dice a Felipe: «¿Con qué
compraremos panes para que coman estos?». Lo decía para probarlo, pues bien
sabía él lo que iba a hacer. Felipe le contestó: «Doscientos denarios de pan no
bastan para que a cada uno le toque un pedazo». Uno de sus discípulos, Andrés,
el hermano de Simón Pedro, le dice: «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes
de cebada y dos peces; pero ¿qué es eso para tantos?». Jesús dijo: «Decid a la
gente que se siente en el suelo». Había mucha hierba en aquel sitio. Se
sentaron; solo los hombres eran unos cinco mil. Jesús tomó los panes, dijo la
acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados, y lo mismo todo lo
que quisieron del pescado. Cuando se saciaron, dice a sus discípulos: «Recoged
los pedazos que han sobrado; que nada se pierda». Los recogieron y llenaron
doce canastos con los pedazos de los cinco panes de cebada que sobraron a los
que habían comido. La gente entonces, al ver el signo que había hecho, decía:
«Este es verdaderamente el Profeta que va a venir al mundo». Jesús, sabiendo que iban a
llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña él solo.
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José Antonio Pagola
Todos los cristianos lo
sabemos. La eucaristía dominical se puede convertir fácilmente en un «refugio
religioso» que nos protege de la vida conflictiva en la que nos movemos a lo
largo de la semana. Es tentador ir a misa para compartir una experiencia
religiosa que nos permite descansar de los problemas, tensiones y malas
noticias que nos presionan por todas partes.
A veces somos sensibles
a lo que afecta a la dignidad de la celebración, pero nos preocupa menos
olvidarnos de las exigencias que entraña celebrar la cena del Señor. Nos
molesta que un sacerdote no se atenga estrictamente a la normativa ritual, pero
podemos seguir celebrando rutinariamente la misa sin escuchar las llamadas del
evangelio.
El riesgo siempre es el
mismo: comulgar con Cristo en lo íntimo del corazón sin preocuparnos de
comulgar con los hermanos que sufren. Compartir el pan de la eucaristía e
ignorar el hambre de millones de hermanos privados de pan, de justicia y de
futuro.
En los próximos años se
van a ir agravando los efectos de la crisis mucho más de lo que nos temíamos.
La cascada de medidas que se nos dictan de manera inapelable e implacable irá
haciendo crecer entre nosotros una desigualdad injusta. Iremos viendo cómo
personas de nuestro entorno más o menos cercano se van empobreciendo hasta
quedar a merced de un futuro incierto e imprevisible.
Conoceremos de cerca
inmigrantes privados de asistencia sanitaria, enfermos sin saber cómo resolver
sus problemas de salud o medicación, familias obligadas a vivir de la caridad,
personas amenazadas por el desahucio, gente desasistida, jóvenes sin un futuro
nada claro... No lo podremos evitar. O endurecemos nuestros hábitos egoístas de
siempre o nos hacemos más solidarios.
La celebración de la
eucaristía en medio de esta sociedad en crisis puede ser un lugar de
concienciación. Necesitamos liberarnos de una cultura individualista que nos ha
acostumbrado a vivir pensando solo en nuestros propios intereses, para aprender
sencillamente a ser más humanos. Toda la eucaristía está orientada a crear
fraternidad.
No es normal escuchar
todos los domingos a lo largo del año el evangelio de Jesús sin reaccionar ante
sus llamadas. No podemos pedir al Padre «el pan nuestro de cada día» sin pensar
en aquellos que tienen dificultades para obtenerlo. No podemos comulgar con
Jesús sin hacernos más generosos y solidarios. No podemos darnos la paz unos a
otros sin estar dispuestos a tender una mano a quienes están más solos e
indefensos ante la crisis.
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