Juan 1,1-18 (Natividad del Señor – B)
En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios. Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz. El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo. En el mundo estaba; | el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, | ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Este es de quien dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.
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Hay quienes
viven la religión como «desde fuera». Pronuncian rezos, asisten a celebraciones
religiosas, oyen hablar de Dios, pero se limitan a ser «espectadores». Como
dice el pensador francés Marcel Légaut, lo viven todo desde una «representación
extrínseca» de Dios. No «entran» en la aventura de encontrarse con Dios. Se
quedan siempre a cierta distancia.
Sin embargo,
Dios está en lo íntimo de cada ser humano. No es algo separado de nuestra vida.
No es una fabricación de nuestra mente, una representación medio intelectual o
medio afectiva, un juego de nuestra imaginación que nos sirve para vivir
«ilusionados». Dios es una presencia real que está en la raíz misma de nuestro
ser.
Esta
presencia no es evidente. No se capta como se captan otras cosas más
superficiales. Se la percibe en la medida en que uno se percibe a sí mismo
hasta el fondo. Su misterio es tan inalcanzable como lo es el misterio de cada
ser humano. Dios se me hace presente cuando me hago presente a mí mismo con
verdad y sinceridad. No es posible entrar en la experiencia de Dios si uno vive
permanentemente fuera de sí mismo.
Sin esta
apertura interior a Dios no hay fe viva. La voz de Dios comenzamos a escucharla
cuando escuchamos hasta el fondo nuestra verdad. Dios actúa en nosotros cuando
le dejamos activar lo mejor que hay en nuestro ser. Toma cuerpo en nuestra
existencia en la medida en que lo acogemos. Su presencia se va configurando en
cada uno de nosotros adaptándose a lo que le dejamos ser.
Lo humano y
lo divino no son realidades que se excluyen mutuamente. No tenemos que dejar de
ser humanos para ser de Dios. Lo humano es «la puerta» que nos permite «entrar»
en lo divino. De hecho, las experiencias más intensas de comunicación, de amor
humano, de dolor purificador, de belleza o de verdad son el cauce que mejor nos
abre a la experiencia de Dios.
No es
extraño que el evangelio de Juan presente a Cristo, Dios hecho hombre, como la
«puerta» por la que el creyente puede entrar y caminar hacia Dios. En Cristo
podemos aprender a vivir una vida tan humana, tan verdadera, tan hasta el
fondo, que, a pesar de nuestros errores y mediocridad, nos puede llevar hacia
Dios. Pero hemos de escuchar bien la advertencia del evangelista. La Palabra de
Dios «vino al mundo», y el mundo «no la conoció»; «vino a su casa», y «los
suyos no la recibieron».
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