Marcos 13,24-32 (33 Tiempo ordinario – B)
En aquellos días, después de esa gran angustia, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán. Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y gloria; enviará a los ángeles y reunirá a sus elegidos de los cuatro vientos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo. Aprended de esta parábola de la higuera: cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, deducís que el verano está cerca; pues cuando veáis vosotros que esto sucede, sabed que él está cerca, a la puerta. En verdad os digo que no pasará esta generación sin que todo suceda. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. En cuanto al día y la hora, nadie lo conoce, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, solo el Padre.
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José Antonio Pagola
Al hombre contemporáneo no
le atemorizan ya los discursos apocalípticos sobre «el fin del mundo». Tampoco
se detiene a escuchar el mensaje esperanzador de Jesús, que, empleando ese
mismo lenguaje, anuncia sin embargo el alumbramiento de un mundo nuevo. Lo que
le preocupa es la «crisis ecológica». No se trata solo de una crisis del
entorno natural del hombre. Es una crisis del hombre mismo. Una crisis global
de la vida en este planeta. Crisis mortal no solo para el ser humano, sino para
los demás seres animados que la vienen padeciendo desde hace tiempo.
Poco a poco comenzamos a
darnos cuenta de que nos hemos metido en un callejón sin salida, poniendo en
crisis todo el sistema de la vida en el mundo. Hoy, «progreso» no es una
palabra de esperanza como lo fue el siglo pasado, pues se teme cada vez más que
el progreso termine sirviendo no ya a la vida, sino a la muerte. La humanidad
comienza a tener el presentimiento de que no puede ser acertado un camino que
conduce a una crisis global, desde la extinción de los bosques hasta la
propagación de las neurosis, desde la polución de las aguas hasta el «vacío
existencial» de tantos habitantes de las ciudades masificadas.
Para detener el «desastre»
es urgente cambiar de rumbo. No basta sustituir las tecnologías «sucias» por
otras más «limpias» o la industrialización «salvaje» por otra más «civilizada».
Son necesarios cambios profundos en los intereses que hoy dirigen el desarrollo
y el progreso de las tecnologías. Aquí comienza el drama del hombre moderno.
Las sociedades no se muestran capaces de introducir cambios decisivos en su
sistema de valores y de sentido. Los intereses económicos inmediatos son más
fuertes que cualquier otro planteamiento. Es mejor desdramatizar la crisis,
descalificar a «los cuatro ecologistas exaltados» y favorecer la indiferencia.
¿No ha llegado el momento de
plantearnos las grandes cuestiones que nos permitan recuperar el «sentido
global» de la existencia humana sobre la Tierra, y de aprender a vivir una
relación más pacífica entre los hombres y con la creación entera?
¿Qué es el mundo? ¿Un «bien
sin dueño» que los hombres podemos explotar de manera despiadada y sin
miramiento alguno o la casa que el Creador nos regala para hacerla cada día más
habitable? ¿Qué es el cosmos? ¿Un material bruto que podemos manipular a nuestro
antojo o la creación de un Dios que mediante su Espíritu lo vivifica todo y
conduce «los cielos y la tierra» hacia su consumación definitiva?
¿Qué es el hombre? ¿Un ser
perdido en el cosmos, luchando desesperadamente contra la naturaleza, pero
destinado a extinguirse sin remedio, o un ser llamado por Dios a vivir en paz
con la creación, colaborando en la orientación inteligente de la vida hacia su
plenitud en el Creador?
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