Mateo 18,15-20
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus
discípulos: "Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te
hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros
dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos.
Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la
comunidad, considéralo como un gentil o un publicano. Os aseguro que todo lo
que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la
tierra quedará desatado en el cielo.
Os aseguro, además, que si dos de
vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre
del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo
en medio de ellos."
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Comentarios: José Antonio Pagola.
Aunque
las palabras de Jesús, recogidas por Mateo, son de gran importancia para la
vida de las comunidades cristianas, pocas veces atraen la atención de
comentaristas y predicadores. Esta es la promesa de Jesús: “Donde dos o tres
están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”.
Jesús no está pensando en
celebraciones masivas como las de la Plaza de San Pedro en Roma. Aunque solo
sean dos o tres, allí está él en medio de ellos. No es necesario que esté
presente la jerarquía; no hace falta que sean muchos los reunidos.
Lo
importante es que “estén reunidos”, no dispersos, ni enfrentados: que no
vivan descalificándose unos a otros. Lo decisivo es que se reúnan “en su
nombre”: que escuchen su llamada, que vivan identificados con su proyecto
del reino de Dios. Que Jesús sea el centro de su pequeño grupo.
Esta presencia viva y real de Jesús es
la que ha de animar, guiar y sostener a las pequeñas comunidades de sus
seguidores. Es Jesús quien ha de alentar su oración, sus celebraciones,
proyectos y actividades. Esta presencia es el “secreto” de toda comunidad
cristiana viva.
Los cristianos no podemos reunirnos
hoy en nuestros grupos y comunidades de cualquier manera: por costumbre, por
inercia o para cumplir unas obligaciones religiosas. Seremos muchos o, tal vez,
pocos. Pero lo importante es que nos reunamos en su nombre, atraídos por su
persona y por su proyecto de hacer un mundo más humano.
Hemos de reavivar la conciencia de que
somos comunidades de Jesús. Nos reunimos para escuchar su Evangelio, para
mantener vivo su recuerdo, para contagiarnos de su Espíritu, para acoger en
nosotros su alegría y su paz, para anunciar su Buena Noticia.
El futuro de la fe cristiana dependerá
en buena parte de lo que hagamos los cristianos en nuestras comunidades
concretas las próximas décadas. No basta lo que pueda hacer el Papa Francisco
en el Vaticano. No podemos tampoco poner nuestra esperanza en el puñado de
sacerdotes que puedan ordenarse los próximos años. Nuestra única esperanza es
Jesucristo.
Somos nosotros los que hemos de
centrar nuestras comunidades cristianas en la persona de Jesús como la única
fuerza capaz de regenerar nuestra fe gastada y rutinaria. El único capaz de
atraer a los hombres y mujeres de hoy. El único capaz de engendrar una fe nueva
en estos tiempos de incredulidad. La renovación de las instancias centrales de
la Iglesia es urgente. Los decretos de reformas, necesarios. Pero nada tan
decisivo como el volver con radicalidad a Jesucristo.
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