En aquel tiempo, dijo Jesús a
Nicodemo: "Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo
del hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene
que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida
eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca
ninguno de los que creen el él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no
mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve
por él."
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Comentarios: José Antonio Pagola
La
fiesta que hoy celebramos los cristianos es incomprensible y hasta disparatada
para quien desconoce el significado de la fe cristiana en el Crucificado. ¿Qué
sentido puede tener celebrar una fiesta que se llama “Exaltación de la Cruz” en
una sociedad que busca apasionadamente el “confort” la comodidad y el máximo
bienestar?
Más de uno se preguntará cómo es
posible seguir todavía hoy exaltando la cruz. ¿No ha quedado ya superada para
siempre esa manera morbosa de vivir exaltando el dolor y buscando el
sufrimiento? ¿Hemos de seguir alimentando un cristianismo centrado en la agonía
del Calvario y las llagas del Crucificado?
Son sin duda preguntas muy razonables
que necesitan una respuesta clarificadora. Cuando los cristianos miramos al
Crucificado no ensalzamos el dolor, la tortura y la muerte, sino el amor, la
cercanía y la solidaridad de Dios que ha querido compartir nuestra vida y
nuestra muerte hasta el extremo.
No es el sufrimiento el que salva sino
el amor de Dios que se solidariza con la historia dolorosa del ser humano. No
es la sangre la que, en realidad, limpia nuestro pecado sino el amor insondable
de Dios que nos acoge como hijos. La crucifixión es el acontecimiento en el que
mejor se nos revela su amor.
Descubrir la grandeza de la Cruz no es
atribuir no sé qué misterioso poder o virtud al dolor, sino confesar la fuerza
salvadora del amor de Dios cuando, encarnado en Jesús, sale a reconciliar el
mundo consigo.
En esos brazos extendidos que ya no
pueden abrazar a los niños y en esas manos que ya no pueden acariciar a los
leprosos ni bendecir a los enfermos, los cristianos “contemplamos” a Dios con
sus brazos abiertos para acoger, abrazar y sostener nuestras pobres vidas,
rotas por tantos sufrimientos.
En ese rostro apagado por la muerte,
en esos ojos que ya no pueden mirar con ternura a las prostitutas, en esa boca
que ya no puede gritar su indignación por las víctimas de tantos abusos e
injusticias, en esos labios que no pueden pronunciar su perdón a los pecadores,
Dios nos está revelando como en ningún otro gesto su amor insondable a la
Humanidad.
Por eso, ser fiel al Crucificado no es
buscar cruces y sufrimientos, sino vivir como él en una actitud de entrega y
solidaridad aceptando si es necesario la crucifixión y los males que nos pueden
llegar como consecuencia. Esta fidelidad al Crucificado no es dolorista sino
esperanzada. A una vida “crucificada”, vivida con el mismo espíritu de amor con
que vivió Jesús, solo le espera resurrección.
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