Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de
Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor,
[de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: "Todo primogénito varón
será consagrado al Señor", y para entregar la oblación, como dice la ley
del Señor: "un par de tórtolas o dos pichones."
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre
justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo
moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la
muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al
templo. Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo
previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
"Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz.
Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los
pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel."
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los
bendijo, diciendo a María, su madre: "Mira, éste está puesto para que
muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así
quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará
el alma."
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la
tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años
casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día
y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento,
daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación
de Jerusalén.]
Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor,
se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y
robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.
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José Antonio Pagola.
El cuarto evangelio comienza con un prólogo muy especial. Es
una especie de himno que, desde los primeros siglos, ayudó decisivamente a los
cristianos a ahondar en el misterio encerrado en Jesús. Si lo escuchamos con fe
sencilla, también hoy nos puede ayudar a creer en Jesús de manera más profunda.
Solo nos detenemos en algunas afirmaciones centrales.
«La Palabra de Dios se ha hecho carne». Dios no es
mudo. No ha permanecido callado, encerrado para siempre en su Misterio. Dios se
nos ha querido comunicar. Ha querido hablarnos, decirnos su amor, explicarnos
su proyecto. Jesús es sencillamente el Proyecto de Dios hecho carne.
Dios no se nos ha comunicado por medio de conceptos y
doctrinas sublimes que solo pueden entender los doctos. Su Palabra se ha
encarnado en la vida entrañable de Jesús, para que lo puedan entender hasta los
más sencillos, los que saben conmoverse ante la bondad, el amor y la verdad que
se encierra en su vida.
Esta Palabra de Dios «ha acampado entre nosotros».
Han desaparecido las distancias. Dios se ha hecho «carne». Habita entre
nosotros. Para encontrarnos con él, no tenemos que salir fuera del mundo, sino
acercarnos a Jesús. Para conocerlo, no hay que estudiar teología, sino
sintonizar con Jesús, comulgar con él.
«A Dios nadie lo ha visto jamás». Los profetas, los
sacerdotes, los maestros de la ley hablaban mucho de Dios, pero ninguno había
visto su rostro. Lo mismo sucede hoy entre nosotros: en la Iglesia hablamos
mucho de Dios, pero nadie lo hemos visto. Solo Jesús, «el Hijo de Dios, que
está en el seno del Padre es quien lo ha dado a conocer».
No lo hemos de olvidar. Solo Jesús nos ha contado cómo es
Dios. Solo él es la fuente para acercarnos a su Misterio. ¡Cuántas ideas
raquíticas y poco humanas de Dios hemos de desaprender y olvidar para dejarnos
atraer y seducir por ese Dios que se nos revela en Jesús!
Cómo cambia todo cuando uno capta por fin que Jesús es el
rostro humano de Dios. Todo se hace más simple y más claro. Ahora sabemos cómo
nos mira Dios cuando sufrimos, cómo nos busca cuando nos perdemos, cómo nos
entiende y perdona cuando lo negamos. En él se nos revela «la gracia y la
verdad» de Dios.
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