En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Este es de quien dije: “El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo.”»
Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado ha conocer.
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José Antonio Pagola
Jesús apareció en Galilea cuando el pueblo judío vivía una
profunda crisis religiosa. Llevaban mucho tiempo sintiendo la lejanía de Dios.
Los cielos estaban «cerrados». Una especie de muro invisible parecía impedir la
comunicación de Dios con su pueblo. Nadie era capaz de escuchar su voz. Ya no
había profetas. Nadie hablaba impulsado por su Espíritu.
Lo más duro era esa sensación de que Dios los había
olvidado. Ya no le preocupaban los problemas de Israel. ¿Por qué permanecía
oculto? ¿Por qué estaba tan lejos? Seguramente muchos recordaban la ardiente
oración de un antiguo profeta que rezaba así a Dios: «Ojalá rasgaras el cielo y
bajases».
Los primeros que escucharon el evangelio de Marcos tuvieron
que quedar sorprendidos. Según su relato, al salir de las aguas del Jordán,
después de ser bautizado, Jesús «vio rasgarse el cielo» y experimentó que «el
Espíritu de Dios bajaba sobre él». Por fin era posible el encuentro con Dios.
Sobre la tierra caminaba un hombre lleno del Espíritu de Dios. Se llamaba Jesús
y venía de Nazaret.
Ese Espíritu que desciende sobre él es el aliento de Dios
que crea la vida, la fuerza que renueva y cura a los vivientes, el amor que lo
transforma todo. Por eso Jesús se dedica a liberar la vida, curarla y hacerla
más humana. Los primeros cristianos no quisieron ser confundidos con los
discípulos del Bautista. Ellos se sentían bautizados por Jesús con su Espíritu.
Sin ese Espíritu todo se apaga en el cristianismo. La
confianza en Dios desaparece. La fe se debilita. Jesús queda reducido a un
personaje del pasado, el Evangelio se convierte en letra muerta. El amor se
enfría y la Iglesia no pasa de ser una institución religiosa más.
Sin el Espíritu de Jesús, la libertad se ahoga, la alegría
se apaga, la celebración se convierte en costumbre, la comunión se resquebraja.
Sin el Espíritu la misión se olvida, la esperanza muere, los miedos crecen, el
seguimiento a Jesús termina en mediocridad religiosa.
Nuestro mayor problema es el olvido de Jesús y el descuido
de su Espíritu. Es un error pretender lograr con organización, trabajo,
devociones o estrategias diversas lo que solo puede nacer del Espíritu. Hemos
de volver a la raíz, recuperar el Evangelio en toda su frescura y verdad,
bautizarnos con el Espíritu de Jesús.
No nos hemos de engañar. Si no nos dejamos reavivar y
recrear por ese Espíritu, los cristianos no tenemos nada importante que aportar
a la sociedad actual, tan vacía de interioridad, tan incapacitada para el amor
solidario y tan necesitada de esperanza.
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