San Marcos, 11, 1-10.
Cerca ya de Jerusalén, al llegar a Betfagé y Betania, al pie del monte de los Olivos, Jesús envió a dos de sus discípulos con este encargo:
— Id a la aldea que tenéis ahí enfrente, y nada más entrar encontraréis un pollino atado, sobre el cual nunca ha montado nadie. Desatadlo y traédmelo. Y si alguien os pregunta por qué hacéis eso, contestadle que el Señor lo necesita y que en seguida lo devolverá.
Los discípulos fueron y encontraron un pollino atado junto a una puerta, en la calle; y lo desataron. Algunos de los que estaban allí les dijeron:
— ¿Por qué desatáis al pollino?
Ellos contestaron lo que Jesús les había dicho, y les dejaron que se lo llevaran. Trajeron el pollino a donde estaba Jesús, colocaron encima sus mantos y Jesús montó sobre él. Muchos alfombraban con sus mantos el camino, mientras otros llevaban ramas cortadas en el campo. Y los que iban delante y los que iban detrás gritaban:
— ¡Viva! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que viene, el reino de nuestro padre David! ¡Gloria al Dios Altísimo!
******#******
José Antonio Pagola
Jesús contó con la posibilidad de un final violento. No era
un ingenuo. Sabía a qué se exponía si seguía insistiendo en el proyecto del
reino de Dios. Era imposible buscar con tanta radicalidad una vida digna
para los «pobres» y los «pecadores», sin provocar la reacción de aquellos a los
que no interesaba cambio alguno.
Ciertamente, Jesús no es un suicida. No busca la
crucifixión. Nunca quiso el sufrimiento ni para los demás ni para él. Toda su
vida se había dedicado a combatirlo allí donde lo encontraba: en la
enfermedad, en las injusticias, en el pecado o en la desesperanza. Por eso no
corre ahora tras la muerte, pero tampoco se echa atrás.
Seguirá acogiendo a pecadores y excluidos aunque su
actuación irrite en el templo. Si terminan condenándolo, morirá también él como
un delincuente y excluido, pero su muerte confirmará lo que ha sido su
vida entera: confianza total en un Dios que no excluye a nadie de su perdón.
Seguirá anunciando el amor de Dios a los últimos, identificándose
con los más pobres y despreciados del imperio, por mucho que moleste en los
ambientes cercanos al gobernador romano. Si un día lo ejecutan en el
suplicio de la cruz, reservado para esclavos, morirá también él como un
despreciable esclavo, pero su muerte sellará para siempre su fidelidad al
Dios defensor de las víctimas.
Lleno del amor de Dios, seguirá ofreciendo «salvación» a
quienes sufren el mal y la enfermedad: dará «acogida» a quienes son excluidos
por la sociedad y la religión; regalará el «perdón» gratuito de Dios a
pecadores y gentes perdidas, incapaces de volver a su amistad. Esta actitud
salvadora que inspira su vida entera, inspirará también su muerte.
Por eso a los cristianos nos atrae tanto la cruz. Besamos el
rostro del Crucificado, levantamos los ojos hacia él, escuchamos sus últimas
palabras... porque en su crucifixión vemos el servicio último de Jesús al
proyecto del Padre, y el gesto supremo de Dios entregando a su Hijo por amor a
la humanidad entera.
Es indigno convertir la semana santa en folclore o reclamo
turístico. Para los seguidores de Jesús celebrar la pasión y muerte del Señor
es agradecimiento emocionado, adoración gozosa al amor «increíble» de Dios
y llamada a vivir como Jesús solidarizándonos con los crucificados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario