Juan 8, 1-11
En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se
presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose,
les enseñaba.
Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y,
colocándola en medio, le dijeron:- «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?».
Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo.
Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo.
Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
- «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra».
E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.
Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante.
Jesús se incorporó y le preguntó:
- «Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?».
Ella contestó:
- «Ninguno, Señor».
Jesús dijo:
- «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más».
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José Antonio
Pagola
Le presentan a Jesús a una mujer
sorprendida en adulterio. Todos conocen su destino: será lapidada hasta la
muerte según lo establecido por la ley. Nadie habla del adúltero. Como sucede
siempre en una sociedad machista, se condena a la mujer y se disculpa al varón.
El desafío a Jesús es frontal: «La ley de Moisés nos manda apedrear a las
adúlteras. Tú ¿qué dices?».
Jesús no soporta aquella
hipocresía social alimentada por la prepotencia de los varones. Aquella
sentencia a muerte no viene de Dios. Con sencillez y audacia admirables,
introduce al mismo tiempo verdad, justicia y compasión en el juicio a la
adúltera: «el que esté sin pecado, que arroje la primera piedra».
Los acusadores se retiran
avergonzados. Ellos saben que son los más responsables de los adulterios que se
cometen en aquella sociedad. Entonces Jesús se dirige a la mujer que acaba de
escapar de la ejecución y, con ternura y respeto grande, le dice: «Tampoco
yo te condeno». Luego, la anima a que su perdón se convierta en punto de
partida de una vida nueva: «Anda, y en adelante no peques más».
Así es Jesús. Por fin ha existido
sobre la tierra alguien que no se ha dejado condicionar por ninguna ley ni
poder opresivo. Alguien libre y magnánimo que nunca odió ni condenó, nunca
devolvió mal por mal. En su defensa y su perdón a esta adúltera hay más verdad
y justicia que en nuestras reivindicaciones y condenas resentidas.
Los cristianos no hemos sido
capaces todavía de extraer todas las consecuencias que encierra la actuación
liberadora de Jesús frente a la opresión de la mujer. Desde una Iglesia
dirigida e inspirada mayoritariamente por varones, no acertamos a tomar
conciencia de todas las injusticias que sigue padeciendo la mujer en todos los
ámbitos de la vida. Algún teólogo hablaba hace unos años de «la revolución
ignorada» por el cristianismo.
Lo cierto es que, veinte siglos
después, en los países de raíces supuestamente cristianas, seguimos viviendo en
una sociedad donde con frecuencia la mujer no puede moverse libremente sin
temer al varón. La violación, el maltrato y la humillación no son algo
imaginario. Al contrario, constituyen una de las violencias más arraigadas y
que más sufrimiento genera.
¿No ha de tener el sufrimiento de
la mujer un eco más vivo y concreto en nuestras celebraciones, y un lugar más
importante en nuestra labor de concienciación social? Pero, sobre todo, ¿no
hemos de estar más cerca de toda mujer oprimida para denunciar abusos,
proporcionar defensa inteligente y protección eficaz?
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