Juan 10,27-30
En aquel tiempo, dijo Jesús: «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y
ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y
nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos,
y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno.»
José Antonio Pagola
La escena es tensa y conflictiva. Jesús está paseando dentro
del recinto del templo. De pronto, un grupo de judíos lo rodea acosándolo con
aire amenazador. Jesús no se intimida, sino que les reprocha abiertamente su falta
de fe: «Vosotros no creéis porque no sois ovejas mías». El evangelista
dice que, al terminar de hablar, los judíos tomaron piedras para apedrearlo.
Para probar que no son ovejas suyas, Jesús se atreve a
explicarles qué significa ser de los suyos. Solo subraya dos rasgos, los más
esenciales e imprescindibles: «Mis ovejas escuchan mi voz… y me siguen».
Después de veinte siglos, los cristianos necesitamos recordar de nuevo que lo
esencial para ser la Iglesia de Jesús es escuchar su voz y seguir sus pasos.
Lo primero es despertar la capacidad de escuchar a Jesús.
Desarrollar mucho más en nuestras comunidades esa sensibilidad, que está viva
en muchos cristianos sencillos que saben captar la Palabra que viene de Jesús
en toda su frescura y sintonizar con su Buena Noticia de Dios. Juan XXIII dijo
en una ocasión que «la Iglesia es como una vieja fuente de pueblo de cuyo grifo
ha de correr siempre agua fresca». En esta Iglesia vieja de veinte siglos hemos
de hacer correr el agua fresca de Jesús.
Si no queremos que nuestra fe se vaya diluyendo
progresivamente en formas decadentes de religiosidad superficial, en medio de
una sociedad que invade nuestras conciencias con mensajes, consignas, imágenes,
comunicados y reclamos de todo género, hemos de aprender a poner en el centro
de nuestras comunidades la Palabra viva, concreta e inconfundible de Jesús,
nuestro único Señor.
Pero no basta escuchar su voz. Es necesario seguir a Jesús.
Ha llegado el momento de decidirnos entre contentarnos con una «religión
burguesa» que tranquiliza las conciencias pero ahoga nuestra alegría, o
aprender a vivir la fe cristiana como una aventura apasionante de seguir a
Jesús.
La aventura consiste en creer lo que él creyó, dar
importancia a lo que él dio, defender la causa del ser humano como él la
defendió, acercarnos a los indefensos y desvalidos como él se acercó, ser
libres para hacer el bien como él, confiar en el Padre como él confió y
enfrentarnos a la vida y a la muerte con la esperanza con que él se enfrentó.
Si quienes viven perdidos, solos o desorientados pueden
encontrar en la comunidad cristiana un lugar donde se aprende a vivir juntos de
manera más digna, solidaria y liberada siguiendo a Jesús, la Iglesia estará
ofreciendo a la sociedad uno de sus mejores servicios.
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