Juan 6,41-51
Jesús tomó la palabra y les dijo: «No critiquéis. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: "Serán todos discípulos de Dios."
Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que procede de Dios: ése ha visto al Padre. Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera.
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.»
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José Antonio Pagola
Según el relato de Juan, Jesús repite cada vez de manera más
abierta que viene de Dios para ofrecer a todos un alimento que da vida eterna.
La gente no puede seguir escuchando algo tan escandaloso sin reaccionar.
Conocen a sus padres. ¿Cómo puede decir que viene de Dios?
A nadie nos puede sorprender su reacción. ¿Es razonable
creer en Jesucristo? ¿Cómo podemos creer que en ese hombre concreto, nacido
poco antes de morir Herodes el Grande y conocido por su actividad profética en
la Galilea de los años treinta, se ha encarnado el Misterio insondable de Dios?
Jesús no responde a sus objeciones. Va directamente a la
raíz de su incredulidad: «No sigáis murmurando». Es un error resistirse
a la novedad radical de su persona obstinándose en pensar que ya saben todo
acerca de su verdadera identidad. Les indicará el camino que pueden seguir.
Jesús presupone que nadie puede creer en él si no se siente
atraído por su persona. Es cierto. Tal vez, desde nuestra cultura, lo
entendemos hoy mejor. No nos resulta fácil creer en doctrinas o ideologías. La
fe y la confianza se despiertan en nosotros cuando nos sentimos atraídos por
alguien que nos hace bien y nos ayuda a vivir.
Pero Jesús les advierte de algo muy importante: «Nadie
puede aceptarme si el Padre, que me ha enviado, no se lo concede». La
atracción hacia Jesús la produce Dios mismo. El Padre que lo ha enviado al
mundo despierta nuestro corazón para que nos acerquemos a Jesús con gozo y
confianza, superando dudas y resistencias.
Por eso hemos de escuchar la voz de Dios en nuestro corazón
y dejarnos conducir por él hacia Jesús. Dejarnos enseñar dócilmente por ese
Padre, Creador de la vida y Amigo del ser humano: «Todo el que escucha al
Padre y recibe su enseñanza me acepta a mí».
La afirmación de Jesús resulta revolucionaria para aquellos
judíos. La tradición bíblica decía que el ser humano escucha en su corazón la
llamada de Dios a cumplir fielmente la Ley. El profeta Jeremías había
proclamado así la promesa de Dios: «Yo pondré mi Ley dentro de vosotros y la
escribiré en vuestro corazón».
Las palabras de Jesús nos invitan a vivir una experiencia
diferente. La conciencia no es solo el lugar recóndito y privilegiado en el que
podemos escuchar la Ley de Dios. Si en lo íntimo de nuestro ser nos sentimos
atraídos por lo bueno, lo hermoso, lo noble, lo que hace bien al ser humano, lo
que construye un mundo mejor, fácilmente nos sentiremos invitados por Dios a
sintonizar con Jesús.
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