Marcos 8,27-3
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea
de Felipe; por el camino, preguntó a sus díscípulos: «¿Quién dice la gente que
soy yo?»Ellos le contestaron: «Unos, Juan Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los profetas.»
Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?»
Pedro le contestó: «Tú eres el Mesías.»
Él les prohibió terminantemente decirselo a nadie. Y empezó a instruirlos: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días.» Se lo explicaba con toda claridad.
Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió y, de cara a los discípulos, increpó a Pedro: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!»
Después llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará.»
El episodio de Cesarea de Filipo ocupa un lugar central en
el evangelio de Marcos. Después de un tiempo de convivir con él, Jesús hace a
sus discípulos una pregunta decisiva: «¿Quién decís que soy yo?». En
nombre de todos, Pedro le contesta sin dudar: «Tú eres el Mesías». Por
fin parece que todo está claro. Jesús es el Mesías enviado por Dios, y los
discípulos lo siguen para colaborar con él.
Pero Jesús sabe que no es así. Todavía les falta aprender
algo muy importante. Es fácil confesar a Jesús con palabras, pero todavía no
saben lo que significa seguirlo de cerca compartiendo su proyecto y su destino.
Marcos dice que Jesús «empezó a enseñarles» que debía sufrir mucho. No es una
enseñanza más, sino algo fundamental que los discípulos tendrán que ir
asimilando poco a poco.
Desde el principio les habla «con toda claridad». No les
quiere ocultar nada. Tienen que saber que el sufrimiento los acompañará siempre
en su tarea de abrir caminos al reino de Dios. Al final será condenado por los
dirigentes religiosos y morirá ejecutado violentamente. Solo al resucitar se
verá que Dios está con él.
Pedro se rebela ante lo que está oyendo. Su reacción es
increíble. Toma a Jesús consigo y se lo lleva aparte para «increparlo». Había
sido el primero en confesarlo como Mesías. Ahora es el primero en rechazarlo.
Quiere hacer ver a Jesús que lo que está diciendo es absurdo. No está dispuesto
a que siga ese camino. Jesús ha de cambiar esa manera de pensar.
Jesús reacciona con una dureza desconocida. De pronto ve en
Pedro los rasgos de Satanás, el tentador del desierto que busca apartarlo de la
voluntad de Dios. Se vuelve de cara a los discípulos y «reprende» literalmente
a Pedro con estas palabras: «Ponte detrás de mí, Satanás»: vuelve a
ocupar tu puesto de discípulo. Deja de tentarme. «Tus pensamientos no son
los de Dios, sino los de los hombres».
Luego llama a la gente y a sus discípulos para que escuchen
bien sus palabras. Las repetirá en diversas ocasiones. No han de olvidarlas
jamás. «Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que
cargue con su cruz y que me siga».
Seguir a Jesús no es obligatorio. Es una decisión libre de
cada uno. Pero hemos de tomar en serio a Jesús. No bastan confesiones fáciles.
Si queremos seguirlo en su tarea apasionante de hacer un mundo más humano,
digno y dichoso, hemos de estar dispuestos a dos cosas. Primero, renunciar a
proyectos o planes que se oponen al reino de Dios. Segundo, aceptar los
sufrimientos que nos pueden llegar por seguir a Jesús e identificarnos con su
causa.
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