Juan 1,1-18
En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la
Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de
la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En
la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la
tiniebla, y la tiniebla no la recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que
se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para
que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La
Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino, y en el
mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció.
Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les
da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de
sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se
hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria
propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da
testimonio de él y grita diciendo: «Éste es de quien dije: "El que viene
detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo."» Pues de su
plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la ley se dio por
medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios
nadie lo ha visto jamás: Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es
quien lo ha dado a conocer.
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José Antonio Pagola
Los hombres terminamos por acostumbrarnos a casi todo. Con
frecuencia, la costumbre y la rutina van vaciando de vida nuestra existencia.
Decía Ch. Peguy que «hay algo peor que tener un alma perversa, y es tener un
alma acostumbrada a casi todo». Por eso no nos puede extrañar demasiado que la
celebración de la Navidad, envuelta en superficialidad y consumismo alocado,
apenas diga ya nada nuevo ni gozoso a tantos hombres y mujeres de «alma
acostumbrada».
Estamos acostumbrados a escuchar que «Dios ha nacido en un
portal de Belén». Ya no nos sorprende ni conmueve un Dios que se ofrece como
niño. Lo dice A. Saint-Exupéry en el prólogo de su delicioso Principito:
«Todas las personas mayores han sido niños antes. Pero pocas lo recuerdan». Se
nos olvida lo que es ser niños. Y se nos olvida que la primera mirada de Dios
al acercarse al mundo ha sido una mirada de niño.
Pero esa es justamente la gran noticia de la Navidad. Dios
es y sigue siendo Misterio. Pero ahora sabemos que no es un ser tenebroso,
inquietante y temible, sino alguien que se nos ofrece cercano, indefenso,
entrañable, desde la ternura y la transparencia de un niño.
Y este es el mensaje de la Navidad. Hay que salir al
encuentro de ese Dios, hay que cambiar el corazón, hacernos niños, nacer de
nuevo, recuperar la transparencia del corazón, abrirnos confiadamente a la
gracia y el perdón.
A pesar de nuestra aterradora superficialidad, nuestros
escepticismos y desencantos, y, sobre todo, nuestro inconfesable egoísmo y
mezquindad de «adultos», siempre hay en nuestro corazón un rincón íntimo en el
que todavía no hemos dejado de ser niños.
Atrevámonos siquiera una vez a mirarnos con sencillez y sin
reservas. Hagamos un poco de silencio a nuestro alrededor. Apaguemos el
televisor. Olvidemos nuestras prisas, nerviosismos, compras y compromisos.
Escuchemos dentro de nosotros ese «corazón de niño» que no
se ha cerrado todavía a la posibilidad de una vida más sincera, bondadosa y
confiada en Dios. Es posible que comencemos a ver nuestra vida de otra manera.
«No se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos» (A.
Saint-Exupéry).
Y, sobre todo, es posible que escuchemos una llamada a
renacer a una fe nueva. Una fe que no anquilosa sino que rejuvenece; que no nos
encierra en nosotros mismos sino que nos abre; que no separa sino que une; que
no recela sino confía; que no entristece sino ilumina; que no teme sino que
ama.
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