Lucas 1, 39-45
En aquellos mismos días, María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la
montaña, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y, levantando la voz, exclamó:
«¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá».
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José Antonio Pagola
Después de recibir la llamada de Dios, anunciándole que será
madre del Mesías, María se pone en camino sola. Empieza para ella una vida
nueva, al servicio de su Hijo Jesús. Marcha «deprisa», con decisión. Siente
necesidad de compartir con su prima Isabel su alegría y de ponerse cuanto antes
a su servicio en los últimos meses de embarazo.
El encuentro de las dos madres es una escena insólita. No
están presentes los varones. Solo dos mujeres sencillas, sin ningún título ni
relevancia en la religión judía. María, que lleva consigo a todas partes a
Jesús, e Isabel que, llena de espíritu profético, se atreve a bendecir a su
prima en nombre de Dios.
María entra en casa de Zacarías, pero no se dirige a él. Va
directamente a saludar a Isabel. Nada sabemos del contenido de su saludo. Solo
que aquel saludo llena la casa de una alegría desbordante. Es la alegría que
vive María desde que escuchó el saludo del Angel: «Alégrate llena de gracia».
Isabel no puede contener su sorpresa y su alegría. En cuanto
oye el saludo de María, siente los movimientos de la criatura que lleva en su
seno y los interpreta maternalmente como «saltos de alegría». Enseguida bendice
a María «a voz en grito» diciendo: «Bendita tú entre las mujeres y bendito
el fruto de tu vientre».
En ningún momento llama a María por su nombre. La contempla
totalmente identificada con su misión: es la madre de su Señor. La ve como una
mujer creyente en la que se irán cumpliendo los designios de Dios: «Dichosa
porque has creído».
Lo que más le sorprende es la actuación de María. No ha
venido a mostrar su dignidad de madre del Mesías. No está allí para ser servida
sino para servir. Isabel no sale de su asombro. «Quién soy yo para que me
visite la madre de mi Señor?».
Son bastantes las mujeres que no viven con paz en el
interior de la Iglesia. En algunas crece el desafecto y el malestar. Sufren al
ver que, a pesar de ser las primeras colaboradoras en muchos campos, apenas se
cuenta con ellas para pensar, decidir e impulsar la marcha de la Iglesia. Esta
situación nos está haciendo daño a todos.
El peso de una historia multisecular, controlada y dominada
por los varones, nos impide tomar conciencia del empobrecimiento que significa
para la Iglesia prescindir de una presencia más eficaz de la mujer. Nosotros no
las escuchamos, pero Dios puede suscitar mujeres creyentes, llenas de espíritu
profético, que nos contagien alegría y den a la Iglesia un rostro más humano.
Serán una bendición. Nos enseñarán a seguir a Jesús con más pasión y fidelidad.
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