JUAN 10, 27-30 (4 Pascua_C)
Mis ovejas reconocen mi voz, yo las conozco y ellas me
siguen. Yo les doy vida eterna, jamás perecerán y nadie podrá
arrebatármelas; como no pueden arrebatárselas a mi Padre que, con su
soberano poder, me las ha confiado. El Padre y yo somos uno.
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José Antonio Pagola
Era invierno. Jesús andaba paseando por el pórtico de
Salomón, una de las galerías al aire libre, que rodeaban la gran explanada del
Templo. Este pórtico, en concreto, era un lugar muy frecuentado por la gente
pues, al parecer, estaba protegido contra el viento por una muralla.
Pronto, un grupo de judíos hacen corro alrededor de Jesús.
El diálogo es tenso. Los judíos lo acosan con sus preguntas. Jesús les critica
porque no aceptan su mensaje ni su actuación. En concreto, les dice:
"Vosotros no creéis porque no sois de mis ovejas". ¿Qué significa
esta metáfora?
Jesús es muy claro: "Mis ovejas escuchan mi
voz, y yo las conozco; ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna".
Jesús no fuerza a nadie. Él solamente llama. La decisión de seguirle depende de
cada uno de nosotros. Solo si le escuchamos y le seguimos, establecemos con
Jesús esa relación que lleva a la vida eterna.
Nada hay tan decisivo para ser cristiano como tomar la
decisión de vivir como seguidores de Jesús. El gran riesgo de los cristianos ha
sido siempre pretender serlo, sin seguir a Jesús. De hecho, muchos de los que
se han ido alejando de nuestras comunidades son personas a las que nadie ha
ayudado a tomar la decisión de vivir siguiendo sus pasos.
Sin embargo, ésa es la primera decisión de un cristiano. La
decisión que lo cambia todo, porque es comenzar a vivir de manera nueva la
adhesión a Cristo y la pertenencia a la Iglesia: encontrar, por fin, el camino,
la verdad, el sentido y la razón de la religión cristiana.
Y lo primero para tomar esa decisión es escuchar su llamada.
Nadie se pone en camino tras los pasos de Jesús siguiendo su propia intuición o
sus deseos de vivir un ideal. Comenzamos a seguirle cuando nos sentimos
atraídos y llamados por Cristo. Por eso, la fe no consiste primordialmente en
creer algo sobre Jesús sino en creerle a él.
Cuando falta el seguimiento a Jesús, cuidado y reafirmado
una y otra vez en el propio corazón y en la comunidad creyente, nuestra fe
corre el riesgo de quedar reducida a una aceptación de creencias, una práctica
de obligaciones religiosas y una obediencia a la disciplina de la Iglesia.
Es fácil entonces instalarnos en la práctica religiosa, sin
dejarnos cuestionar por las llamadas que Jesús nos hace desde el evangelio que
escuchamos cada domingo. Jesús está dentro de esa religión, pero no nos
arrastra tras sus pasos. Sin darnos cuenta, nos acostumbramos a vivir de manera
rutinaria y repetitiva. Nos falta la creatividad, la renovación y la alegría de
quienes viven esforzándose por seguir a Jesús.
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