Mateo 5, 1-12 (Fiesta de Todos los Santos - A)
Al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron sus discípulos; y, abriendo su boca, les enseñaba diciendo: «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo, que de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.
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No es difícil dibujar el perfil de una persona feliz en la
sociedad que conoció Jesús. Se trataría de un varón adulto y de buena salud,
casado con una mujer honesta y fecunda, con hijos varones y unas tierras ricas,
observante de la religión y respetado en su pueblo ¿Qué más se podía pedir?
Ciertamente no era este el ideal que animaba a Jesús. Sin
esposa ni hijos, sin tierras ni bienes, recorriendo Galilea como un vagabundo,
su vida no respondía a ningún tipo de felicidad convencional. Su manera de
vivir era provocativa. Si era feliz, lo era de manera contracultural, a
contrapelo de lo establecido.
En realidad, no pensaba mucho en su felicidad. Su vida
giraba más bien en torno a un proyecto que le entusiasmaba y le hacía vivir
intensamente. Lo llamaba «reino de Dios». Al parecer, era feliz cuando podía hacer
felices a otros. Se sentía bien devolviendo a la gente la salud y la dignidad
que se les había arrebatado injustamente.
No buscaba su propio interés. Vivía creando nuevas
condiciones de felicidad para todos. No sabía ser feliz sin incluir a los
otros. A todos proponía criterios nuevos, más libres y radicales, para hacer un
mundo más digno y dichoso.
Creía en un «Dios feliz», el Dios creador que mira a todas
sus criaturas con amor entrañable, el Dios amigo de la vida y no de la muerte,
más atento al sufrimiento de las gentes que a sus pecados.
Desde la fe en ese Dios rompía los esquemas religiosos y
sociales. No predicaba: «Felices los justos y piadosos, porque recibirán el
premio de Dios». No decía: «Felices los ricos y poderosos, porque cuentan con su
bendición». Su grito era desconcertante para todos: «Felices los pobres, porque
Dios será su felicidad».
La invitación de Jesús viene a decir así: «No busquéis la
felicidad en la satisfacción de vuestros intereses ni en la práctica interesada
de vuestra religión. Sed felices trabajando de manera fiel y paciente por un
mundo más feliz para todos».