Mateo 22, 34-40 (30 Tiempo ordinario - A)
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José Antonio Pagola
No era fácil para los contemporáneos de Jesús tener una visión clara de lo que constituía el núcleo de su religión. La gente sencilla se sentía perdida. Los escribas hablaban de seiscientos trece mandamientos contenidos en la ley. ¿Cómo orientarse en una red tan complicada de preceptos y prohibiciones? En algún momento, el planteamiento llegó hasta Jesús: ¿qué es lo más importante y decisivo? ¿Cuál es el mandamiento principal, el que puede dar sentido a los demás?
Jesús no se lo pensó dos veces y respondió recordando unas
palabras que todos los judíos varones repetían diariamente al comienzo y al
final del día: «Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor.
Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu
ser». Él mismo había pronunciado aquella mañana estas palabras. A él le
ayudaban a vivir centrado en Dios. Esto era lo primero para él.
Enseguida añadió algo que nadie le había preguntado: «El
segundo mandato es: amarás a tu prójimo como a ti mismo». Nada hay más
importante que estos dos mandamientos. Para Jesús son inseparables. No se puede
amar a Dios y desentenderse del vecino.
A nosotros se nos ocurren muchas preguntas. ¿Qué es amar a
Dios? ¿Cómo se puede amar a alguien a quien no es posible siquiera ver? Al
hablar del amor a Dios, los hebreos no pensaban en los sentimientos que pueden
nacer en nuestro corazón. La fe en Dios no consiste en un «estado de ánimo».
Amar a Dios es sencillamente centrar la vida en él para vivirlo todo desde su
voluntad.
Por eso añade Jesús el segundo mandamiento. No es posible
amar a Dios y vivir olvidado de gente que sufre y a la que Dios ama tanto. No
hay un «espacio sagrado» en el que podamos «entendernos» a solas con Dios, de
espaldas a los demás. Un amor a Dios que olvida a sus hijos e hijas es una gran
mentira.
La religión cristiana les resulta hoy a no pocos complicada
y difícil de entender. Probablemente necesitamos en la Iglesia un proceso de
concentración en lo esencial para desprendernos de añadidos secundarios y
quedarnos con lo importante: amar a Dios con todas mis fuerzas y querer a los
demás como me quiero a mí mismo.
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