Juan 1,6-8.19-28 (3 Adviento – B)
Y éste fue el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan, a que le preguntaran: «¿Tú quién eres?»
Él confesó sin reservas: «Yo no soy el Mesías.»
Le preguntaron: «¿Entonces, qué? ¿Eres tú Elías?»
El dijo: «No lo soy.»
«¿Eres tú el Profeta?»
Respondió: «No.»
Y le dijeron: «¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo?»
Él contestó: «Yo soy la voz que grita en el desierto: "Allanad el camino del Señor", como dijo el profeta Isaías.»
Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: «Entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?»
Juan les respondió: «Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia.»
Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde estaba Juan bautizando.
José Antonio Pagola
Es curioso cómo presenta el cuarto evangelio la figura del Bautista. Es un «hombre», sin más calificativos ni precisiones. Nada se nos dice de su origen o condición social. Él mismo sabe que no es importante. No es el Mesías, no es Elías, ni siquiera es el Profeta que todos están esperando. Solo se ve a sí mismo como «la voz que grita en el desierto: Allanad el camino al Señor». Sin embargo, Dios lo envía como «testigo de la luz», capaz de despertar la fe de todos. Una persona que puede contagiar luz y vida. ¿Qué es ser testigo de la luz?
El testigo es como Juan. No se da importancia. No busca ser
original ni llamar la atención. No trata de impactar a nadie. Sencillamente
vive su vida de manera convencida. Se le ve que Dios ilumina su vida. Lo
irradia en su manera de vivir y de creer.
El testigo de la luz no habla mucho, pero es una voz. Vive
algo inconfundible. Comunica lo que a él le hace vivir. No dice cosas sobre
Dios, pero contagia «algo». No enseña doctrina religiosa, pero invita a creer.
La vida del testigo atrae y despierta interés. No culpabiliza a nadie. No
condena. Contagia confianza en Dios, libera de miedos. Abre siempre caminos. Es
como el Bautista, «allana el camino al Señor».
El testigo se siente débil y limitado. Muchas veces
comprueba que su fe no encuentra apoyo ni eco social. Incluso se ve rodeado de
indiferencia o rechazo. Pero el testigo de Dios no juzga a nadie. No ve a los
demás como adversarios que hay que combatir o convencer: Dios sabe cómo
encontrarse con cada uno de sus hijos e hijas.
Se dice que el mundo actual se está convirtiendo en un
«desierto», pero el testigo nos revela que algo sabe de Dios y del amor, algo
sabe de la «fuente» y de cómo se calma la sed de felicidad que hay en el ser
humano. La vida está llena de pequeños testigos. Son creyentes sencillos,
humildes, conocidos solo en su entorno. Personas entrañablemente buenas. Viven
desde la verdad y el amor. Ellos nos «allanan el camino» hacia Dios. Son lo
mejor que tenemos en la Iglesia.
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