Juan 2,13-25 3 Cuaresma - B
Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: «Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre». Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora». Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?». Jesús contestó: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré». Los judíos replicaron: «Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?». Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y creyeron a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús. Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba a ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre.
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José Antonio Pagola
Cuando Jesús entra en el Templo de Jerusalén no encuentra gentes que buscan a Dios, sino comercio religioso. Su actuación violenta frente a «vendedores y cambistas» no es sino la reacción del Profeta que se encuentra con la religión convertida en mercado.
Aquel Templo, llamado a ser el lugar en que se había de manifestar la gloria de Dios y su amor fiel, se ha convertido en lugar de engaños y abusos, donde reina el afán de dinero y el comercio interesado.
Quien conozca a Jesús no se extrañará de su indignación. Si algo aparece constantemente en el núcleo mismo de su mensaje es la gratuidad de Dios, que ama a sus hijos e hijas sin límites y solo quiere ver entre ellos amor fraterno y solidario.
Por eso, una vida convertida en mercado, donde todo se compra y se vende -incluso la relación con el misterio de Dios-, es la perversión más destructora de lo que Jesús quiere promover. Es cierto que nuestra vida solo es posible desde el intercambio y el mutuo servicio. Todos vivimos dando y recibiendo. El riesgo está en reducir nuestras relaciones a comercio interesado, pensando que en la vida todo consiste en vender y comprar, sacando el máximo provecho a los demás.
Casi sin darnos cuenta nos podemos convertir en «vendedores y cambistas» que no saben hacer otra cosa sino negociar. Hombres y mujeres incapacitados para amar, que han eliminado de su vida todo lo que sea dar.
Es fácil entonces la tentación de negociar incluso con Dios. Se le obsequia con algún culto para quedar bien con él, se pagan misas o se hacen promesas para obtener de él algún beneficio, se cumplen ritos para tenerlo a nuestro favor. Lo grave es olvidar que Dios es amor, y el amor no se compra. Por algo decía Jesús que Dios «quiere amor y no sacrificios».
Tal vez, lo primero que necesitamos escuchar hoy en la Iglesia es el anuncio de la gratuidad de Dios. En un mundo convertido en mercado, donde todo es exigido, comprado o ganado, solo lo gratuito puede seguir fascinando y sorprendiendo, pues es el signo más auténtico del amor.
Los creyentes hemos de estar más atentos a no desfigurar a un Dios que es amor gratuito, haciéndolo a nuestra medida: tan triste, egoísta y pequeño como nuestras vidas mercantilizadas.
Quien conoce «la sensación de la gracia» y ha experimentado alguna vez el amor sorprendente de Dios, se siente invitado a irradiar su gratuidad y, probablemente, es quien mejor puede introducir algo bueno y nuevo en esta sociedad donde tantas personas mueren de soledad, aburrimiento y falta de amor.
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