Marcos 7,1-8.14-15.21-23 (22 Tiempo ordinario – B)
En aquel tiempo, se acercó a Jesús un grupo de fariseos con algunos escribas de Jerusalén, y vieron que algunos discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavarse las manos. (Los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y, al volver de la plaza, no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas.)
Según eso, los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús: «¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de los mayores?»
Él les contestó: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: "Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos." Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres.»
Entonces llamó de nuevo a la gente y les dijo: «Escuchad y entended todos: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro.»
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José Antonio Pagola
La crisis religiosa se va decantando poco a poco hacia la
indiferencia. De ordinario no se puede hablar propiamente de ateísmo, ni
siquiera de agnosticismo. Lo que mejor define la postura de muchos es una
indiferencia religiosa donde ya no hay preguntas ni dudas ni crisis.
No es fácil describir esta indiferencia. Lo primero que se
observa es una ausencia de inquietud religiosa. Dios no interesa. La persona
vive en la despreocupación, sin nostalgias ni horizonte religioso alguno. No se
trata de una ideología. Es, más bien, una «atmósfera envolvente» donde la
relación con Dios queda diluida.
Hay diversos tipos de indiferencia. Algunos viven en estos
momentos un alejamiento progresivo; son personas que se van distanciando cada
vez más de la fe, cortan lazos con lo religioso, se alejan de la práctica; poco
a poco Dios se va apagando en sus conciencias. Otros viven sencillamente
absorbidos por las cosas de cada día; nunca se han interesado mucho por Dios;
probablemente recibieron una educación religiosa débil y deficiente; hoy viven
olvidados de todo.
En algunos, la indiferencia es fruto de un conflicto
religioso vivido a veces en secreto; han sufrido miedos o experiencias
frustrantes; no guardan buen recuerdo de lo que vivieron de niños o de
adolescentes; no quieren oír hablar de Dios, pues les hace daño; se defienden
olvidándolo.
La indiferencia de otros es más bien resultado de
circunstancias diversas. Salieron del pequeño pueblo y hoy viven de manera
diferente en un ambiente urbano; se casaron con alguien poco sensible a lo religioso
y han cambiado de costumbres; se han separado de su primer cónyuge y viven una
situación de pareja no «bendecida» por la Iglesia. No es que estas personas
hayan tomado la decisión de abandonar a Dios, pero de hecho su vida se va
alejando de él.
Hay todavía otro tipo de indiferencia encubierta por la
piedad religiosa. Es la indiferencia de quienes se han acostumbrado a vivir la
religión como una «práctica externa» o una «tradición rutinaria». Todos hemos
de escuchar la queja de Dios. Nos la recuerda Jesús con palabras tomadas del
profeta Isaías: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está
lejos de mí».
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