Marcos 14,1-15,47 (Domingo de Ramos – B)
Faltaban dos días para la Pascua y los Ácimos. Los sumos sacerdotes y los escribas andaban buscando cómo prender a Jesús a traición y darle muerte.
Apenas se hizo de día, los sumos sacerdotes con los ancianos, los
escribas y el Sanedrín en pleno, hicieron una reunión. Llevaron atado a Jesús y
lo entregaron a Pilato. Pilato le preguntó: «¿Eres tú el rey de los
judíos?». Él respondió: «Tú lo dices». Y los sumos sacerdotes lo acusaban
de muchas cosas. Pilato le preguntó de nuevo: «¿No contestas nada? Mira de
cuántas cosas te acusan». Jesús no contestó más; de modo que Pilato estaba
extrañado. Por la fiesta solía soltarles un preso, el que le pidieran. 7Estaba
en la cárcel un tal Barrabás, con los rebeldes que habían cometido un homicidio
en la revuelta. La muchedumbre que se había reunido comenzó a pedirle lo
que era costumbre. Pilato les preguntó: «¿Queréis que os suelte al rey de
los judíos?». Pues sabía que los sumos sacerdotes se lo habían entregado
por envidia. Pero los sumos sacerdotes soliviantaron a la gente para que
pidieran la libertad de Barrabás. Pilato tomó de nuevo la palabra y les
preguntó: «¿Qué hago con el que llamáis rey de los judíos?». Ellos
gritaron de nuevo: «Crucifícalo». Pilato les dijo: «Pues ¿qué mal ha
hecho?». Ellos gritaron más fuerte: «Crucifícalo». Y Pilato, queriendo
complacer a la gente, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo
entregó para que lo crucificaran. Los soldados se lo llevaron al interior
del palacio —al pretorio— y convocaron a toda la compañía. Lo visten de
púrpura, le ponen una corona de espinas, que habían trenzado, y comenzaron
a hacerle el saludo: «¡Salve, rey de los judíos!». Le golpearon la cabeza
con una caña, le escupieron; y, doblando las rodillas, se postraban ante
él. Terminada la burla, le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y lo
sacan para crucificarlo. Pasaba uno que volvía del campo, Simón de Cirene,
el padre de Alejandro y de Rufo; y lo obligan a llevar la cruz. Y conducen
a Jesús al Gólgota (que quiere decir lugar de «la Calavera»), y le
ofrecían vino con mirra; pero él no lo aceptó. Lo crucifican y se reparten
sus ropas, echándolas a suerte, para ver lo que se llevaba cada uno. Era
la hora tercia cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación
estaba escrito: «El rey de los judíos». Crucificaron con él a dos
bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. [«Así se cumplió la
Escritura que dice: «Lo consideraron como un malhechor»»] Los que pasaban
lo injuriaban, meneando la cabeza y diciendo: «Tú que destruyes el templo y lo
reconstruyes en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz». De
igual modo, también los sumos sacerdotes comentaban entre ellos, burlándose: «A
otros ha salvado y a sí mismo no se puede salvar. Que el Mesías, el rey de
Israel, baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos». También los otros
crucificados lo insultaban. Al llegar la hora sexta toda la región quedó
en tinieblas hasta la hora nona. Y a la hora nona, Jesús clamó con voz
potente: Eloí Eloí, lemá sabaqtaní (que significa: «Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me has abandonado?»). Algunos de los presentes, al oírlo, decían:
«Mira, llama a Elías». Y uno echó a correr y, empapando una esponja en
vinagre, la sujetó a una caña, y le daba de beber diciendo: «Dejad, a ver si
viene Elías a bajarlo». Y Jesús, dando un fuerte grito, expiró. El
velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. El centurión, que estaba
enfrente, al ver cómo había expirado, dijo: «Verdaderamente este hombre era
Hijo de Dios». Había también unas mujeres que miraban desde lejos; entre
ellas María la Magdalena, María la madre de Santiago el Menor y de Joset, y
Salomé, las cuales, cuando estaba en Galilea, lo seguían y servían; y
otras muchas que habían subido con él a Jerusalén. Al anochecer, como era
el día de la Preparación, víspera del sábado, vino José de Arimatea,
miembro noble del Sanedrín, que también aguardaba el reino de Dios; se presentó
decidido ante Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Pilato se extrañó de
que hubiera muerto ya; y, llamando al centurión, le preguntó si hacía mucho
tiempo que había muerto. Informado por el centurión, concedió el cadáver a
José. Este compró una sábana y, bajando a Jesús, lo envolvió en la sábana
y lo puso en un sepulcro, excavado en una roca, y rodó una piedra a la entrada
del sepulcro. María Magdalena y María, la madre de Joset, observaban dónde
lo ponían.
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José Antonio
Pagola
Jesús contó
con la posibilidad de un final violento. No era un ingenuo. Sabe a qué se
expone si sigue insistiendo en el proyecto del reino de Dios. Es imposible
buscar con tanta radicalidad una vida digna para los «pobres» y los «pecadores»
sin provocar la reacción de aquellos a los que no interesa cambio alguno.
Ciertamente,
Jesús no es un suicida. No busca la crucifixión. Nunca quiso el sufrimiento ni
para los demás ni para él. Toda su vida se había dedicado a combatirlo allí
donde lo encontraba: en la enfermedad, en las injusticias, en el pecado o en la
desesperanza. Por eso no corre ahora tras la muerte, pero tampoco se echa
atrás.
Seguirá
acogiendo a pecadores y excluidos, aunque su actuación irrite en el templo. Si
terminan condenándolo, morirá también él como un delincuente y excluido, pero
su muerte confirmará lo que ha sido su vida entera: confianza total en un Dios
que no excluye a nadie de su perdón.
Seguirá
anunciando el amor de Dios a los últimos, identificándose con los más pobres y
despreciados del imperio, por mucho que moleste en los ambientes cercanos al
gobernador romano. Si un día lo ejecutan en el suplicio de la cruz, reservado
para esclavos, morirá también él como un despreciable esclavo, pero su muerte
sellará para siempre su fidelidad al Dios defensor de las víctimas.
Lleno del
amor de Dios, seguirá ofreciendo «salvación» a quienes sufren el mal y la
enfermedad: dará «acogida» a quienes son excluidos por la sociedad y la
religión; regalará el «perdón» gratuito de Dios a pecadores y gentes perdidas,
incapaces de volver a su amistad. Esta actitud salvadora, que inspira su vida
entera, inspirará también su muerte.
Por eso a los
cristianos nos atrae tanto la cruz. Besamos el rostro del Crucificado,
levantamos los ojos hacia él, escuchamos sus últimas palabras… porque en su
crucifixión vemos el servicio último de Jesús al proyecto del Padre, y el gesto
supremo de Dios entregando a su Hijo por amor a la humanidad entera.
Para los
seguidores de Jesús, celebrar la pasión y muerte del Señor es agradecimiento
emocionado, adoración gozosa al amor «increíble» de Dios y llamada a vivir como
Jesús, solidarizándonos con los crucificados.
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