Juan 20,1-9
EL primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.
Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo:
«Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró.
Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.
Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.
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José Antonio Pagola
La fe en Jesús, resucitado por el Padre, no brotó de manera
natural y espontánea en el corazón de los discípulos. Antes de encontrarse con
él, lleno de vida, los evangelistas hablan de su desconcierto, su búsqueda en
torno al sepulcro, sus interrogantes e incertidumbres.
María de Magdala es el mejor ejemplo de lo que acontece
probablemente en todos. Según el relato de Juan, busca al Crucificado en medio
de tinieblas, «cuando aún estaba oscuro». Como es natural, lo busca «en el
sepulcro». Todavía no sabe que la muerte ha sido vencida. Por eso el vacío del
sepulcro la deja desconcertada. Sin Jesús se siente perdida.
Los otros evangelistas recogen otra tradición que describe
la búsqueda de todo el grupo de mujeres. No pueden olvidar al Maestro que las
ha acogido como discípulas: su amor las lleva hasta el sepulcro. No encuentran
allí a Jesús, pero escuchan el mensaje que les indica hacia dónde han de
orientar su búsqueda: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está
aquí. Ha resucitado».
La fe en Cristo resucitado no nace tampoco hoy en nosotros
de forma espontánea, solo porque lo hemos escuchado desde niños a catequistas y
predicadores. Para abrirnos a la fe en la resurrección de Jesús hemos de hacer
nuestro propio recorrido. Es decisivo no olvidar a Jesús, amarlo con pasión y
buscarlo con todas nuestras fuerzas, pero no en el mundo de los muertos. Al que
vive hay que buscarlo donde hay vida.
Si queremos encontrarnos con Cristo resucitado, lleno de
vida y de fuerza creadora, lo hemos de buscar no en una religión muerta,
reducida al cumplimiento y la observancia externa de leyes y normas, sino allí
donde se vive según el Espíritu de Jesús, acogido con fe, con amor y con
responsabilidad por sus seguidores.
Lo hemos de buscar no entre cristianos divididos y
enfrentados en luchas estériles, vacías de amor a Jesús y de pasión por el
evangelio, sino allí donde vamos construyendo comunidades que ponen a Cristo en
su centro, porque saben que «donde están reunidos dos o tres en su nombre, allí
está él».
Al que vive no lo encontraremos en una fe estancada y
rutinaria, gastada por toda clase de tópicos y fórmulas vacías de experiencia,
sino buscando una calidad nueva en nuestra relación con él y en nuestra
identificación con su proyecto. Un Jesús apagado e inerte, que no enamora ni
seduce, que no toca los corazones ni contagia su libertad, es un «Jesús
muerto». No es el Cristo vivo, resucitado por el Padre. No es el que vive y
hace vivir.
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