Yo soy el Buen Pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo las roba y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas. Yo soy el Buen Pastor, que conozco a las mías, y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo Pastor. Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre».
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José Antonio Pagola
El símbolo de Jesús como pastor bueno produce hoy en algunos
cristianos cierto fastidio. No queremos ser tratados como ovejas de un rebaño.
No necesitamos a nadie que gobierne y controle nuestra vida. Queremos ser
respetados. No necesitamos de ningún pastor.
No sentían así los primeros cristianos. La figura de Jesús,
buen pastor, se convirtió muy pronto en la imagen más querida de Jesús. Ya en
las catacumbas de Roma se le representa cargando sobre sus hombros a la oveja
perdida. Nadie está pensando en Jesús como un pastor autoritario, dedicado a
vigilar y controlar a sus seguidores, sino como un pastor bueno que cuida de
sus ovejas.
El «pastor bueno» se preocupa de sus ovejas. Es su primer
rasgo. No las abandona nunca. No las olvida. Vive pendiente de ellas. Está
siempre atento a las más débiles o enfermas. No es como el pastor mercenario,
que, cuando ve algún peligro, huye para salvar su vida, abandonando al rebaño:
no le importan las ovejas.
Jesús había dejado un recuerdo imborrable. Los relatos
evangélicos lo describen preocupado por los enfermos, los marginados, los
pequeños, los más indefensos y olvidados, los más perdidos. No parece
preocuparse de sí mismo. Siempre se le ve pensando en los demás. Le importan
sobre todo los más desvalidos.
Pero hay algo más. «El pastor bueno da la vida por sus
ovejas». Es el segundo rasgo. Hasta cinco veces repite el evangelio de Juan
este lenguaje. El amor de Jesús a la gente no tiene límites. Ama a los demás
más que a sí mismo. Ama a todos con amor de buen pastor, que no huye ante el
peligro, sino que da su vida por salvar al rebaño.
Por eso, la imagen de Jesús, «pastor bueno», se convirtió
muy pronto en un mensaje de consuelo y confianza para sus seguidores. Los
cristianos aprendieron a dirigirse a Jesús con palabras tomadas del Salmo 22:
«El Señor es mi pastor, nada me falta... aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo, porque tú vas conmigo... Tu bondad y tu misericordia me acompañan
todos los días de mi vida».
Los cristianos vivimos con frecuencia una relación bastante
pobre con Jesús. Necesitamos conocer una experiencia más viva y entrañable. No
creemos que él cuida de nosotros. Se nos olvida que podemos acudir a él cuando
nos sentimos cansados y sin fuerzas, o perdidos y desorientados.
Una Iglesia formada por cristianos que se relacionan con un
Jesús mal conocido, confesado solo de manera doctrinal, un Jesús lejano cuya
voz no se escucha bien en las comunidades... corre el riesgo de olvidar a su
Pastor. Pero ¿quién cuidará a la Iglesia si no es su Pastor?
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