Marcos 3,20-35 (10 Tiempo ordinario – B)
Llega a casa y de nuevo se junta tanta gente que no los dejaban ni comer. Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque se decía que estaba fuera de sí. Y los escribas que habían bajado de Jerusalén decían: «Tiene dentro a Belzebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios». Él los invitó a acercarse y les hablaba en parábolas: «¿Cómo va a echar Satanás a Satanás? Un reino dividido internamente no puede subsistir; una familia dividida no puede subsistir. Si Satanás se rebela contra sí mismo, para hacerse la guerra, no puede subsistir, está perdido. Nadie puede meterse en casa de un hombre forzudo para arramblar con su ajuar, si primero no lo ata; entonces podrá arramblar con la casa. En verdad os digo, todo se les podrá perdonar a los hombres: los pecados y cualquier blasfemia que digan; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, cargará con su pecado para siempre». Se refería a los que decían que tenía dentro un espíritu inmundo. Llegan su madre y sus hermanos y, desde fuera, lo mandaron llamar. La gente que tenía sentada alrededor le dice: «Mira, tu madre y tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan». Él les pregunta: «¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?». Y mirando a los que estaban sentados alrededor, dice: «Estos son mi madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre».
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José Antonio Pagola
El hombre contemporáneo se está acostumbrando a vivir sin
responder a la cuestión más vital de su vida: por qué y para qué vivir. Lo
grave es que, cuando la persona pierde todo contacto con su propia interioridad
y misterio, la vida cae en la trivialidad y el sinsentido.
Se vive entonces de impresiones, en la superficie de las
cosas y de los acontecimientos, desarrollando solo la apariencia de la vida.
Probablemente esta trivialización de la vida es la raíz más importante de la
increencia de no pocos.
Cuando el ser humano vive sin interioridad, pierde el respeto
por la vida, por las personas y las cosas. Pero sobre todo se incapacita para
«escuchar» el misterio que se encierra en lo más hondo de la existencia.
El hombre de hoy se resiste a la profundidad. No está
dispuesto a cuidar su vida interior. Pero comienza a sentirse insatisfecho:
intuye que necesita algo que la vida de cada día no le proporciona. En esa
insatisfacción puede estar el comienzo de su salvación.
El gran teólogo Paul Tillich decía que solo el Espíritu nos
puede ayudar a descubrir de nuevo «el camino de lo profundo». Por el contrario,
pecar contra ese Espíritu Santo sería «cargar con nuestro pecado para siempre».
El Espíritu puede despertar en nosotros el deseo de luchar
por algo más noble y mejor que lo trivial de cada día. Puede darnos la audacia
necesaria para iniciar un trabajo interior en nosotros.
El Espíritu puede hacer brotar una alegría diferente en
nuestro corazón; puede vivificar nuestra vida envejecida; puede encender en
nosotros el amor incluso hacia aquellos por los que no sentimos hoy el menor
interés.
El Espíritu es «una fuerza que actúa en nosotros y que no es
nuestra». Es el mismo Dios inspirando y transformando nuestras vidas. Nadie
puede decir que no está habitado por ese Espíritu. Lo importante es no
apagarlo, avivar su fuego, hacer que arda purificando y renovando nuestra vida.
Tal vez hemos de comenzar por invocar a Dios con el salmista: «No apartes de mí
tu Espíritu».
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