Juan 6,24-35 (18 Tiempo ordinario – B)
Cuando la gente vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, se embarcaron y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús. Al encontrarlo en la otra orilla del lago, le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo has venido aquí?». Jesús les contestó: «En verdad, en verdad os digo: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre; pues a este lo ha sellado el Padre, Dios». Ellos le preguntaron: «Y ¿qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?». Respondió Jesús: «La obra de Dios es esta: que creáis en el que él ha enviado». Le replicaron: «¿Y qué signo haces tú, para que veamos y creamos en ti? ¿Cuál es tu obra? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: “Pan del cielo les dio a comer”». Jesús les replicó: «En verdad, en verdad os digo: no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo». Entonces le dijeron: «Señor, danos siempre de este pan». Jesús les contestó: «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás
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José Antonio Pagola
Cuando observamos que los años van deteriorando nuestra salud y que también
nosotros nos vamos acercando al final de nuestros días, algo se rebela en
nuestro interior. ¿Por qué hay que morir, si desde lo hondo de nuestro ser algo
nos dice que estamos hechos para vivir?
El recuerdo de que nuestra vida se va gastando día a día sin detenerse hace
nacer en nosotros un sentimiento de impotencia y pena. La vida debería ser más
hermosa para todos, más gozosa, más larga. En el fondo, todos anhelamos una
vida feliz y eterna.
Siempre ha sentido el ser humano nostalgia de eternidad. Ahí están los
poetas de todos los pueblos cantando la fugacidad de la vida, o los grandes
artistas tratando de dejar una obra inmortal para la posteridad, o
sencillamente los padres queriendo perpetuarse en sus hijos más queridos.
Aparentemente, hoy las cosas han cambiado. Los artistas afirman no
pretender trabajar para la inmortalidad, sino solo para la época. La vida va
cambiando de manera tan vertiginosa que a los padres les cuesta reconocerse en
sus hijos. Sin embargo, la nostalgia de eternidad sigue viva, aunque tal vez se
manifieste de manera más ingenua.
Hoy se intenta por todos los medios detener el tiempo dando culto a lo
joven. El hombre moderno no cree en la eternidad, y por eso mismo se esfuerza
por eternizar un tiempo privilegiado de su vida actual. No es difícil ver cómo
el horror al envejecimiento y el deseo de agarrarse a la juventud llevan a
veces a comportamientos cercanos al ridículo.
Se hace a veces burla de los creyentes diciendo que, ante el temor a la
muerte, se inventan un cielo donde proyectan inconscientemente sus deseos de
eternidad. Y apenas critica nadie ese neorromanticismo moderno de quienes
buscan inconscientemente instalarse en una «eterna juventud».
Cuando el ser humano busca eternidad, no está pensando establecerse en la
tierra de una manera un poco más confortable para prolongar su vida lo más
posible. Lo que anhela no es perpetuar para siempre esa mezcla de gozos y
sufrimientos, éxitos y decepciones que ya conoce, sino encontrar una vida de
calidad definitiva que responda plenamente a su sed de felicidad.
El evangelio nos invita a «trabajar por un alimento que no perece, sino que
perdura dando vida eterna». El creyente se preocupa de alimentar lo que en él
hay de eterno, arraigando su vida en un Dios que vive para siempre y en un amor
que es «más fuerte que la muerte».
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