Juan 6,41-51 (19 Tiempo ordinario – B)
Los judíos murmuraban de él porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo», y decían: «¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?». Jesús tomó la palabra y les dijo: «No critiquéis. Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en los profetas: “Serán todos discípulos de Dios”. Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí. No es que alguien haya visto al Padre, a no ser el que está junto a Dios: ese ha visto al Padre. En verdad, en verdad os digo: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera.
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José Antonio Pagola
Jesús se encuentra discutiendo con un grupo de judíos. En
un determinado momento hace una afirmación de gran importancia: «Nadie puede
venir a mí si no lo atrae el Padre». Y más adelante continúa: «El que escucha
lo que dice el Padre y aprende viene a mí».
La incredulidad empieza a brotar en nosotros desde el mismo
momento en que empezamos a organizar nuestra vida de espaldas a Dios. Así de
sencillo. Dios va quedando ahí como algo poco importante que se arrincona en
algún lugar olvidado de nuestra vida. Es fácil entonces vivir ignorando a Dios.
Incluso los que nos decimos creyentes estamos perdiendo
capacidad para escuchar a Dios. No es que Dios no hable en el fondo de las
conciencias. Es que, llenos de ruido y autosuficiencia, no sabemos ya percibir
su presencia callada en nosotros.
Quizá sea esta nuestra mayor tragedia. Estamos arrojando a
Dios de nuestro corazón. Nos resistimos a escuchar su llamada. Nos ocultamos a
su mirada amorosa. Preferimos «otros dioses» con quienes vivir de manera más
cómoda y menos responsable.
Sin embargo, sin Dios en el corazón quedamos como perdidos.
Ya no sabemos de dónde venimos ni hacia dónde vamos. No reconocemos qué es lo
esencial y qué lo poco importante. Nos cansamos buscando seguridad y paz, pero
nuestro corazón sigue inquieto e inseguro.
Se nos ha olvidado que la paz, la verdad y el amor se
despiertan en nosotros cuando nos dejamos guiar por Dios. Todo cobra entonces
nueva luz. Todo se empieza a ver de manera más amable y esperanzada.
El Concilio Vaticano II habla de la «conciencia» como «el
núcleo más secreto» del ser humano, el «sagrario» en el que la persona «se
siente a solas con Dios», un espacio interior donde «la voz de Dios resuena en
su recinto más íntimo». Bajar hasta el fondo de esta conciencia, para escuchar
los anhelos más nobles del corazón, es el camino más sencillo para escuchar a
Dios. Quien escucha esa voz interior se sentirá atraído hacia Jesús.
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