Marcos 9,30-37 (25 Tiempo ordinario – B)
Se lo llevaron. El espíritu, en cuanto vio a Jesús, retorció al niño; este cayó por tierra y se revolcaba echando espumarajos. Jesús preguntó al padre: «¿Cuánto tiempo hace que le pasa esto?». Contestó él: «Desde pequeño. Y muchas veces hasta lo ha echado al fuego y al agua para acabar con él. Si algo puedes, ten compasión de nosotros y ayúdanos». Jesús replicó: «¿Si puedo? Todo es posible al que tiene fe». Entonces el padre del muchacho se puso a gritar: «Creo, pero ayuda mi falta de fe». Jesús, al ver que acudía gente, increpó al espíritu inmundo, diciendo: «Espíritu mudo y sordo, yo te lo mando: sal de él y no vuelvas a entrar en él». Gritando y sacudiéndolo violentamente, salió. El niño se quedó como un cadáver, de modo que muchos decían que estaba muerto. Pero Jesús lo levantó cogiéndolo de la mano y el niño se puso en pie. Al entrar en casa, sus discípulos le preguntaron a solas: «¿Por qué no pudimos echarlo nosotros?». Él les respondió: «Esta especie solo puede salir con oración». Se fueron de allí y atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos. Les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará». Pero no entendían lo que decía, y les daba miedo preguntarle. Llegaron a Cafarnaún, y una vez en casa, les preguntó: «¿De qué discutíais por el camino?». Ellos callaban, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Se sentó, llamó a los Doce y les dijo: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos». Y tomando un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: «El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado».
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José Antonio Pagola
Según el relato de Marcos, hasta por tres veces insiste
Jesús, camino de Jerusalén, en el destino que le espera. Su entrega al proyecto
de Dios no terminará en el éxito triunfal que imaginan sus discípulos. Al final
habrá «resurrección», pero, aunque parezca increíble, Jesús «será crucificado».
Sus seguidores lo deben saber.
Sin embargo, los discípulos no le entienden. Les da miedo
hasta preguntarle. Ellos siguen pensando que Jesús les aportará gloria, poder y
honor. No piensan en otra cosa. Al llegar a su casa de Cafarnaún, Jesús les
hace una sola pregunta: «¿De qué discutíais por el camino?», ¿de qué han
hablado a sus espaldas en esa conversación en la que Jesús ha estado ausente?
Los discípulos guardan silencio. Les da vergüenza decirle la
verdad. Mientras Jesús les habla de entrega y fidelidad, ellos están pensando
en quién será el más importante. No creen en la igualdad fraterna que busca
Jesús. En realidad, lo que les mueve es la ambición y la vanidad: ser
superiores a los demás.
De espaldas a Jesús y sin que su Espíritu esté presente, ¿no
seguimos discutiendo de cosas parecidas?: ¿tiene que renunciar la Iglesia a
privilegios multiseculares o ha de buscar «poder social»?, ¿a qué
congregaciones y movimientos hay que dar importancia y cuáles hay que dejar de
lado?, ¿qué teólogos merecen el honor de ser considerados «ortodoxos» y quiénes
han de ser silenciados como marginales?
Ante el silencio de sus discípulos, Jesús se sienta y los
llama. Tiene gran interés en ser escuchado. Lo que va a decir no ha de ser
olvidado: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el
servidor de todos». En su movimiento no hay que mirar tanto a los que ocupan
los primeros puestos y tienen renombre, títulos y honores. Importantes son los
que, sin pensar mucho en su prestigio o reputación personal, se dedican sin
ambiciones y con total libertad a servir, colaborar y contribuir al proyecto de
Jesús. No lo hemos de olvidar: lo importante no es quedar bien, sino hacer el
bien siguiendo a Jesús.
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