Lucas 6,17.20-26 (6 Tempo ordinario – C)
En aquel tiempo, bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en un llano, con un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón.
TOMAR EN SERIO A LOS POBRES
Acostumbrados a escuchar las «bienaventuranzas» tal como
aparecen en el evangelio de Mateo, se nos hace duro a los cristianos de los
países ricos leer el texto que nos ofrece Lucas. Al parecer, este evangelista
–y no pocos de sus lectores– pertenecía a una clase acomodada. Sin embargo,
lejos de suavizar el mensaje de Jesús, Lucas lo presenta de manera más
provocativa.
Junto a las «bienaventuranzas» a los pobres, el evangelista
recuerda las «malaventuranzas» a los ricos: «Dichosos los pobres... los que
ahora tenéis hambre... los que ahora lloráis». Pero, «ay de vosotros, los
ricos... los que ahora estáis saciados... los que ahora reís». El Evangelio no
puede ser escuchado de igual manera por todos. Mientras para los pobres es una
Buena Noticia que los invita a la esperanza, para los ricos es una amenaza que
los llama a la conversión. ¿Cómo escuchar este mensaje en nuestras comunidades
cristianas?
Antes que nada, Jesús nos pone a todos ante la realidad más
sangrante que hay en el mundo, la que más le hace sufrir, la que más llega al
corazón de Dios, la que está más presente ante sus ojos. Una realidad que,
desde los países ricos, tratamos de ignorar, encubriendo de mil maneras la
injusticia más cruel, de la que en buena parte somos cómplices nosotros.
¿Queremos continuar alimentando el autoengaño o abrir los
ojos a la realidad de los pobres? ¿Tenemos voluntad de verdad? ¿Tomaremos
alguna vez en serio a esa inmensa mayoría de los que viven desnutridos y sin
dignidad, los que no tienen voz ni poder, los que no cuentan para nuestra
marcha hacia el bienestar?
Los cristianos no hemos descubierto todavía la importancia
que pueden tener los pobres en la historia del cristianismo. Ellos nos dan más
luz que nadie para vernos en nuestra propia verdad, sacuden nuestra conciencia
y nos invitan a la conversión. Ellos nos pueden ayudar a configurar la Iglesia
del futuro de manera más evangélica. Nos pueden hacer más humanos: más capaces
de austeridad, solidaridad y generosidad.
El abismo que separa a ricos y pobres sigue creciendo de
manera imparable. En el futuro será cada vez más difícil presentarnos ante el
mundo como Iglesia de Jesús ignorando a los más débiles e indefensos de la
Tierra. O tomamos en serio a los pobres o nos olvidamos del Evangelio. En los
países ricos nos resultará cada vez más difícil escuchar la advertencia de
Jesús: «No podéis servir a Dios y al Dinero». Se nos hará insoportable.
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