Lucas 12,49-53
(20 Tiempo ordinario – C)
He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya
esté ardiendo! Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué angustia
sufro hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra?
No, sino división. Desde ahora estarán divididos cinco en una casa: tres
contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y
el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la
suegra contra su nuera y la nuera contra la suegra».
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José Antonio Pagola
EL FUEGO DEL AMOR
Da miedo pronunciar la palabra «amor». Está tan prostituida
que en ella cabe lo mejor y lo peor, lo más sublime y lo más mezquino. Sin
embargo, el amor está siempre en la fuente de toda vida sana, despertando y
haciendo crecer lo mejor que hay en nosotros.
Cuando falta el amor, falta el fuego que mueve la vida. Sin
amor, la vida se apaga, vegeta y termina extinguiéndose. El que no ama se
cierra y se aísla cada vez más. Gira alocadamente sobre sus problemas y
ocupaciones, queda aprisionado en las trampas del sexo, cae en la rutina del
trabajo diario: le falta el motor que mueve la vida.
El amor está en el centro del Evangelio, no como una ley que
hay que cumplir disciplinadamente, sino como el «fuego» que Jesús desea ver
«ardiendo» sobre la Tierra, más allá de la pasividad, la mediocridad o la
rutina del buen orden. Según el Profeta de Galilea, Dios está cerca de nosotros
buscando hacer germinar, crecer y fructificar el amor y la justicia del Padre.
Esta presencia de un Dios que no habla de venganza, sino de amor apasionado y
de justicia fraterna, es lo más esencial del Evangelio.
Jesús contempla el mundo como lleno de la gracia y del amor
del Padre. Esa fuerza creadora es como un poco de levadura que ha de ir
fermentando la masa, un fuego encendido que ha de hacer arder al mundo entero.
Jesús sueña con una familia humana habitada por el amor y la sed de justicia.
Una sociedad que busca apasionadamente una vida más digna y feliz para todos.
El gran pecado de los seguidores de Jesús será siempre dejar
que el fuego se apague: sustituir el ardor del amor por la doctrina religiosa,
el orden o el cuidado del culto; reducir el cristianismo a una abstracción
revestida de ideología; dejar que se pierda su poder transformador. Sin
embargo, Jesús no se preocupó primordialmente de organizar una nueva religión
ni de inventar una nueva liturgia, sino que alentó un «nuevo ser» (P. Tillich),
el alumbramiento de un hombre nuevo movido radicalmente por el fuego del amor y
la justicia.
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