25/7/22

LUCIDEZ DE JESÚS

 Lucas 12,13-21       (18 Tiempo ordinario – C)


En aquel tiempo, dijo uno de entre la gente a Jesús: «Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia». Él le dijo: «Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?». Y les dijo: «Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes». Y les propuso una parábola: «Las tierras de un hombre rico produjeron una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos, diciéndose: “¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha”. Y se dijo: “Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el trigo y mis bienes. Y entonces me diré a mí mismo: alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente”. Pero Dios le dijo: “Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has preparado?”. Así es el que atesora para sí y no es rico ante Dios».

 

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José Antonio Pagola


Uno de los rasgos más llamativos en la predicación de Jesús es la lucidez con que ha sabido desenmascarar el poder alienante y deshumanizador que se encierra en las riquezas.

La visión de Jesús no es la de un moralista que se preocupa de saber cómo adquirimos nuestros bienes y cómo los usamos. El riesgo de quien vive disfrutando de sus riquezas es olvidar su condición de hijo de un Dios Padre y hermano de todos.

De ahí su grito de alerta: «No podéis servir a Dios y al Dinero». No podemos ser fieles a un Dios Padre que busca justicia, solidaridad y fraternidad para todos, y al mismo tiempo vivir pendientes de nuestros bienes y riquezas.

El dinero puede dar poder, fama, prestigio, seguridad, bienestar... pero, en la medida en que esclaviza a la persona, la cierra a Dios Padre, le hace olvidar su condición de hermano y la lleva a romper la solidaridad con los otros. Dios no puede reinar en la vida de quien está dominado por el dinero.

La raíz profunda está en que las riquezas despiertan en nosotros el deseo insaciable de tener siempre más. Y entonces crece en la persona la necesidad de acumular, capitalizar y poseer siempre más y más. Jesús considera como una verdadera locura la vida de aquellos terratenientes de Palestina, obsesionados por almacenar sus cosechas en graneros cada vez más grandes. Es una insensatez consagrar las mejores energías y esfuerzos en adquirir y acumular riquezas.

Cuando, al final, Dios se acerca al rico para recoger su vida, se pone de manifiesto que la ha malgastado. Su vida carece de contenido y valor. «Necio…». «Así es el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios».

Un día, el pensamiento cristiano descubrirá con una lucidez que hoy no tenemos la profunda contradicción que hay entre el espíritu que anima al capitalismo y el que anima el proyecto de vida querido por Jesús. Esta contradicción no se resuelve ni con la profesión de fe de quienes viven con espíritu capitalista ni con toda la beneficencia que puedan hacer con sus ganancias.




19/7/22

NECESITAMOS ORAR

 Lucas 11,1-13    (17 Tiempo ordinario-C)


Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos». Él les dijo: «Cuando oréis, decid: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación”». Y les dijo: «Suponed que alguno de vosotros tiene un amigo, y viene durante la medianoche y le dice: “Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle”; y, desde dentro, aquel le responde: “No me molestes; la puerta ya está cerrada; mis niños y yo estamos acostados; no puedo levantarme para dártelos”; os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por su importunidad se levantará y le dará cuanto necesite. Pues yo os digo a vosotros: pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le abre. ¿Qué padre entre vosotros, si su hijo le pide un pez, le dará una serpiente en lugar del pez? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que le piden?».

 

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José Antonio Pagola


Quizá la tragedia más grave del hombre de hoy sea su incapacidad creciente para la oración. Se nos está olvidando lo que es orar. Las nuevas generaciones abandonan las prácticas de piedad y las fórmulas de oración que han alimentado la fe de sus padres. Hemos reducido el tiempo dedicado a la oración y a la reflexión interior. A veces la excluimos prácticamente de nuestra vida.

Pero no es esto lo más grave. Parece que las personas están perdiendo capacidad de silencio interior. Ya no son capaces de encontrarse con el fondo de su ser. Distraídas por mil sensaciones, embotadas interiormente, encadenadas a un ritmo de vida agobiante, están abandonando la actitud orante ante Dios.

Por otra parte, en una sociedad en la que se acepta como criterio primero y casi único la eficacia, el rendimiento o la utilidad inmediata, la oración queda devaluada como algo inútil. Fácilmente se afirma que lo importante es «la vida», como si la oración perteneciera al mundo de «la muerte».



Sin embargo necesitamos orar. No es posible vivir con vigor la fe cristiana ni la vocación humana infra alimentados interiormente. Tarde o temprano la persona experimenta la insatisfacción que produce en el corazón humano el vacío interior, la trivialidad de lo cotidiano, el aburrimiento de la vida o la incomunicación con el Misterio.

Necesitamos orar para encontrar silencio, serenidad y descanso que nos permitan sostener el ritmo de nuestro quehacer diario. Necesitamos orar para vivir en actitud lúcida y vigilante en medio de una sociedad superficial y deshumanizadora.

Necesitamos orar para enfrentarnos a nuestra propia verdad y ser capaces de una autocrítica personal sincera. Necesitamos orar para irnos liberando de lo que nos impide ser más humanos. Necesitamos orar para vivir ante Dios en actitud más festiva, agradecida y creadora.

Felices los que también en nuestros días son capaces de experimentar en lo profundo de su ser la verdad de las palabras de Jesús: «Quien pide está recibiendo, quien busca está hallando y al que llama se le está abriendo».

11/7/22

EL MAESTRO INTERIOR

 Lucas 10,38-42   (16 Tiempo ordinario – C)


Yendo ellos de camino, entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa.
 Esta tenía una hermana llamada María, que, sentada junto a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Marta, en cambio, andaba muy afanada con los muchos servicios; hasta que, acercándose, dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola para servir? Dile que me eche una mano». Respondiendo, le dijo el Señor: «Marta, Marta, andas inquieta y preocupada con muchas cosas; solo una es necesaria. María, pues, ha escogido la parte mejor, y no le será quitada».

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José Antonio Pagola

Mientras la jerarquía católica insiste en la necesidad del «magisterio eclesiástico» para instruir y guiar a los fieles, sectores importantes de cristianos orientan hoy su vida sin tener en cuenta sus directrices. ¿Hacia dónde nos puede conducir este fenómeno? La cuestión inquieta cada vez más.

Algunos teólogos creen necesario recuperar la conciencia del «magisterio interior», tan olvidado entre los cristianos. Se viene a decir esto: de poco sirve insistir en el «magisterio jerárquico» si los creyentes –jerarquía y fieles– no escuchamos la voz de Cristo, «Maestro interior» que sigue instruyendo a través de su Espíritu a quienes de verdad quieren seguirlo.

La idea de Cristo «Maestro interior» arranca del mismo Jesús: «No llaméis a nadie maestro, porque uno es vuestro Maestro: Cristo» (Mateo 23,10). Pero ha sido sobre todo san Agustín quien lo ha introducido en la teología reivindicando con fuerza su importancia: «Tenemos un solo Maestro. Y bajo él somos todos condiscípulos. No nos constituimos en maestros por el hecho de hablaros desde un púlpito. El verdadero Maestro habla desde dentro».

La teología contemporánea insiste en esta verdad demasiado olvidada por todos, jerarquía y fieles: las palabras que se pronuncian en la Iglesia solo han de servir de invitación para que cada creyente escuche dentro de sí la voz de Cristo. Esto es lo decisivo. Solo cuando uno «aprende» del mismo Cristo se produce «algo nuevo» en su vida de creyente.

Esto trae consigo diversas exigencias. Antes que nada para quienes hablan con autoridad dentro de la Iglesia. No son los propietarios de la fe ni de la moral cristiana. Su misión no es enjuiciar y condenar a las personas. Menos aún «echar fardos pesados e insoportables» a los demás. No son maestros de nadie. Son discípulos que han de vivir «aprendiendo» de Cristo. Solo entonces podrán ayudar a otros a «dejarse enseñar» por él. Así interpela san Agustín a los predicadores: «¿Por qué gustas tanto de hablar y tan poco de escuchar? El que enseña de verdad está dentro; en cambio, cuando tú tratas de enseñar te sales de ti mismo y andas por fuera. Escucha primero al que habla por dentro, y desde dentro habla después a los de fuera».

 


5/7/22

LOS HERIDOS DE LAS CUNETAS

 Lucas 10,25-37    (15 Tiempo ordinario – C)


En esto se levantó un maestro de la ley y le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?». Él le dijo: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?». Él respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu mente. Y a tu prójimo como a ti mismo». Él le dijo: «Has respondido correctamente. Haz esto y tendrás la vida». Pero el maestro de la ley, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?». Respondió Jesús diciendo: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba él y, al verlo, se compadeció, y acercándose, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: “Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando vuelva”. ¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?». Él dijo: «El que practicó la misericordia con él». Jesús le dijo: «Anda y haz tú lo mismo».

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José Antonio Pagola


La parábola del «buen samaritano» le salió a Jesús del corazón, pues caminaba por Galilea muy atento a los mendigos y enfermos que veía en las cunetas de los caminos. Quería enseñar a todos a caminar por la vida con «compasión», pero pensaba sobre todo en los dirigentes religiosos.

En la cuneta de un camino peligroso un hombre asaltado y robado ha sido abandonado «medio muerto». Afortunadamente, por el camino llega un sacerdote y luego un levita. Ambos pertenecen al mundo oficial del templo. Son personas religiosas. Sin duda se apiadarán de él.

No es así. Al ver al herido, los dos cierran sus ojos y su corazón. Para ellos es como si aquel hombre no existiera: «Dan un rodeo y pasan de largo», sin detenerse. Ocupados en su piedad y su culto a Dios, siguen su camino. Su preocupación no son los que sufren.

En el horizonte aparece un tercer viajero. No es sacerdote ni levita. No viene del templo ni pertenece siquiera al pueblo elegido. Es un despreciable «samaritano». Se puede esperar de él lo peor.

Sin embargo, al ver al herido «se le conmueven las entrañas». No pasa de largo. Se acerca a él y hace todo lo que puede: desinfecta sus heridas, las cura y las venda. Luego lo lleva en su cabalgadura hasta una posada. Allí lo cuida personalmente y procura que lo sigan atendiendo.

Es difícil imaginar una llamada más provocativa de Jesús a sus seguidores, y de manera directa a los dirigentes religiosos. No basta que en la Iglesia haya instituciones, organismos y personas que están junto a los que sufren. Es toda la Iglesia la que ha de aparecer públicamente como la institución más sensible y comprometida con los que sufren física y moralmente.

Si a la Iglesia no se le conmueven las entrañas ante los heridos de las cunetas, lo que haga y lo que diga será bastante irrelevante. Solo la compasión puede hacer hoy a la Iglesia de Jesús más humana y creíble.