Juan 2, 13-22
Estaba ya próxima la fiesta judía de la Pascua, y Jesús subió a Jerusalén. Encontró
el Templo lleno de gente que vendía bueyes, ovejas y palomas, y de cambistas de
monedas sentados detrás de sus mesas. Hizo entonces un látigo con cuerdas y
echó fuera del Templo a todos, junto con sus ovejas y sus bueyes. Tiró también
al suelo las monedas de los cambistas y volcó sus mesas. Y a los vendedores de
palomas les dijo:
— Quitad eso de ahí. No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.
Al verlo, sus discípulos se acordaron de aquellas palabras de la Escritura:
El celo por tu casa me consumirá. Los judíos, por su parte, lo increparon
diciendo:
— ¿Con qué señal nos demuestras que puedes hacer esto?
Jesús les contestó:
— Destruid este Templo, y en tres días yo lo levantaré de nuevo.
Los judíos le replicaron:
— Cuarenta y seis años costó construir este Templo, ¿y tú piensas
reconstruirlo en tres días?
Pero el templo de que hablaba Jesús era su propio cuerpo. 22Por eso, cuando
resucitó, sus discípulos recordaron esto que había dicho, y creyeron en la
Escritura y en las palabras que Jesús había pronunciado.
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Comentarios: José Antonio Pâgola.
El episodio de la intervención de Jesús
en el templo de Jerusalén ha sido recogido por los cuatro evangelios. Es Juan
quien describe su reacción de manera más gráfica: con un látigo Jesús expulsa
del recinto sagrado a los animales que se están vendiendo para ser
sacrificados, vuelca las mesas de los cambistas y echa por tierra sus monedas.
De sus labios sale un grito: “No convirtáis en un mercado la casa de mi
Padre”.
Este gesto fue el que desencadenó su
detención y rápida ejecución. Atacar el templo era atacar el corazón del pueblo
judío: el centro de su vida religiosa, social y económica. El templo era
intocable. Allí habitaba el Dios de Israel. Jesús, sin embargo, se siente un
extraño en aquel lugar: aquel templo no es la casa de su Padre sino un mercado.
A veces, se ha visto en esta
intervención de Jesús su esfuerzo por “purificar” una religión demasiado
primitiva, para sustituirla por un culto más digno y unos ritos menos
sangrientos. Sin embargo, su gesto profético tiene un contenido más radical:
Dios no puede ser el encubridor de una religión en la que cada uno busca su
propio interés. Jesús no puede ver allí esa “familia de Dios” que ha comenzado
a formar con sus primeros discípulos y discípulas.
En aquel templo, nadie se acuerda de
los campesinos pobres y desnutridos que ha dejado en las aldeas de Galilea. El
Padre de los pobres no puede reinar desde este templo. Con su gesto profético,
Jesús está denunciando de raíz un sistema religioso, político y económico que
se olvida de los últimos, los preferidos de Dios.
La actuación de Jesús nos ha de poner
en guardia a sus seguidores para preguntarnos qué religión estamos cultivando
en nuestros templos. Si no está inspirada por Jesús, se puede convertir en una
manera “santa” de cerrarnos al proyecto de Dios que él quería impulsar en el
mundo. La religión de los que siguen a Jesús ha de estar siempre al servicio
del reino de Dios y su justicia.
Por otra parte, hemos de revisar si
nuestras comunidades son un espacio donde todos nos podemos sentir en “la casa
del Padre”. Una comunidad acogedora donde a nadie se le cierran las puertas y
donde a nadie se excluye ni discrimina. Una casa donde aprendemos a escuchar el
sufrimiento de los más desvalidos y no solo nuestro propio interés.
No olvidemos que el cristianismo es una
religión profética nacida del Espíritu de Jesús para abrir caminos al reino de
Dios construyendo un mundo más humano y fraterno, encaminado así hacia su
salvación definitiva en Dios.
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