Lucas 20, 27-38
En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la
resurrección, y le preguntaron: «Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a uno se
le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé
descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó
y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los
siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la
resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado
casados con ella.» Jesús les contestó: «En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor "Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob." No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos.»
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José Antonio Pagola
Jesús ha sido siempre muy sobrio al hablar de la vida nueva
después de la resurrección. Sin embargo, cuando un grupo de aristócratas
saduceos trata de ridiculizar la fe en la resurrección de los muertos, Jesús
reacciona elevando la cuestión a su verdadero nivel y haciendo dos afirmaciones
básicas.
Antes que nada, Jesús rechaza la idea pueril de los saduceos
que imaginan la vida de los resucitados como prolongación de esta vida que ahora
conocemos. Es un error representarnos la vida resucitada por Dios a partir de
nuestras experiencias actuales.
Hay una diferencia radical entre nuestra vida terrestre y
esa vida plena, sustentada directamente por el amor de Dios después de la
muerte. Esa Vida es absolutamente «nueva». Por eso, la podemos esperar pero
nunca describir o explicar.
Las primeras generaciones cristianas mantuvieron esa actitud
humilde y honesta ante el misterio de la «vida eterna». Pablo les dice a los
creyentes de Corinto que se trata de algo que «el ojo nunca vio ni el oído
oyó ni hombre alguno ha imaginado, algo que Dios ha preparado a los que lo
aman».
Estas palabras nos sirven de advertencia sana y de
orientación gozosa. Por una parte, el cielo es una «novedad» que está más allá
de cualquier experiencia terrestre, pero, por otra, es una vida «preparada» por
Dios para el cumplimiento pleno de nuestras aspiraciones más hondas. Lo propio
de la fe no es satisfacer ingenuamente la curiosidad, sino alimentar el deseo,
la expectación y la esperanza confiada en Dios.
Esto es, precisamente, lo que busca Jesús apelando con toda
sencillez a un hecho aceptado por los saduceos: a Dios se le llama en la
tradición bíblica «Dios de Abrahán, Isaac y Jacob». A pesar de que estos
patriarcas han muerto, Dios sigue siendo su Dios, su protector, su amigo. La
muerte no ha podido destruir el amor y la fidelidad de Dios hacia ellos.
Jesús saca su propia conclusión haciendo una afirmación
decisiva para nuestra fe: «Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos;
porque para él todos están vivos». Dios es fuente inagotable de vida. La
muerte no le va dejando a Dios sin sus hijos e hijas queridos. Cuando nosotros
los lloramos porque los hemos perdido en esta tierra, Dios los contempla llenos
de vida porque los ha acogido en su amor de Padre.
Según Jesús, la unión de Dios con sus hijos no puede ser
destruida por la muerte. Su amor es más fuerte que nuestra extinción biológica.
Por eso, con fe humilde nos atrevemos a invocarlo: «Dios mío, en Ti confío.
No quede yo defraudado» (Salmo 25,1-2).
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